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Fernando de la Luz

...De sobra sé que fui, soy y seré siempre el mismo...

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y seré siempre el mismo...

El Santo Entierro

A María Eugenia, mi querida hija,
que ama estas tierras desde niña.

Cada vez que escucho el estallido de los cuetes en las festividades religiosas de mi pueblo se me pone la piel de gallina, chinita, chinita, y hasta me dan ganas de llorar nomás de acordarme. Ni modo, no lo puedo evitar. Es algo superior a mis fuerzas y con la edad, se vuelve uno más sentimental. No sé cuántos años han pasado ya desde que el río cambió su curso y los atajos del camino desaparecieron cubiertos por la arena. No sé. Tres, cuatro, ¿acaso cinco? Tal parece que perdí la noción del tiempo; pero sí me acuerdo que fue un lunes 12 de mayo. Parece que fue ayer, como si lo estuviera viendo. Se abrió la puerta principal del templo de Santa María Magdalena de par en par, , las campanas se echaron al vuelo y, ante la multitud congregada frente al atrio, salió el padre Gabriel a darles la bendición. Una y otra vez los roció con agua bendita, rezó un Padrenuestro y los vio partir desde las gradas de la escalinata. Iban a dar las doce. El sol caía a plomo y entre el tronido de los cohetes y el júbilo de la gente, sacaron al Santo Entierro en procesión solemne.

Se fueron por las calles del pueblo bajo los acordes de una banda de música de viento, mientras las mujeres y los niños aventaban pétalos de rosas de Castilla por donde pasaba el santo; era una peregrinación mitad festiva, mitad súplica. Mero adelante, encabezando al grupo, danzaban Los Tocotines, ataviados con sus trajes de manta cruda adornados con listones de colores chillantes y muchos cascabeles. En el sombrero, engalanado con flores y espejos intercalados, atrapaban la luz del sol de mediodía en un centellar intermitente al compás de sus rítmicos movimientos. En el centro, cargado por cuatro hombres en una gran caja de cristal, yacía un Nazareno coronado de espinas, cubierto con una túnica roja.

-Es una imagen muy antigua tallada en fina madera estofada del siglo XVII -comentaba Rodrigo, el boticario, a unos amigos suyos que habían venido de Xalapa.

-¡Y muy milagrosa! -agregó Nicomedes, su mujer, mientras se santiguaba-, Tiene el rostro sereno, como si estuviera dormido -seguía diciendo.

Cerca del Cristo, a escasos metros, las mujeres rezaban el Rosario y entre cada misterio entonaban sus cantos. Las pláticas de los jóvenes y las risas de los niños zumbaban sobre el grupo y a lo lejos, entre tanta algarabía , se escuchaban los cantos del coro de ancianos de la adoración Nocturna, que con voces cascadas repetían: Que viva mi Cristo, que viva mi Rey. Que impere en la tierra por siempre su ley. ¡Viva Cristo Rey! Viva Cristo Rey.

Ese día, a medida que el calor arreciaba, la jornada se hizo más pesada. Algunas mujeres, envueltas en sus rebozos negros, se sofocaron al caminar cuesta arriba y la cara se les llenó de perlas de sudor que se desgranaban hacia abajo y se hundían entre el polvo menudo del camino. Subimos a paso lento por el barrio de Las Bodas y tomamos un atajo hacia San Miguel Tlalpoalan. El sendero empinado hizo más dura la caminada, pero Jacinto no se dobló; así hubiera tenido que cargárselo él solo, lo llevaría hasta los merititos campos calcinados por el sol, a ver si se compadecía de ellos.

Las milpas sembradas en los primeros días de marzo, amarillas y marchitas, semejaban ya rabos de cebolla, y al cultivarlas con el azadón, la tierra reseca y pulverizada les cubría los pies y les dejaba los rostros cenizos. Los más prietos quedaban blanquitos, como si les hubieran echado talco.

Los rayos del sol caían a plomo sobre el camino pedregoso por donde avanzábamos penosamente y en más de una ocasión nos detuvimos a tomar resuello. Hicimos tres horas y a lo largo del recorrido se nos juntó la gente que no pudo bajar al pueblo. Era un verdadero viacrucis a pleno sol, con la diferencia de que, en lugar de cruz, cargábamos el gran ataúd de cristal y madera.

Convencer al párroco para que prestara la imagen costó trabajo. Discutimos el asunto en cinco ocasiones y siempre volvíamos al mismo punto.

—¡No, no puede ser, no debe ser! Si se lo llevan, lo tardan por allá mucho tiempo y de por sí la imagen ya está muy deteriorada. Además, esos ritos y la participación de los huehues 1  con sus látigos y máscaras de mujeres pintarrajeadas, le quitan respeto a la procesión. ¿Quién se va a hacer responsable del Cristo? ¿Usted?

—Sí, padre, yo; además de ser el maestro de la escuela, en la comunidad me tienen respeto.

—Y este muchacho que te acompaña, ¿quién es? A ti nunca te había visto por aquí, ni cuando voy a oficiar la Misa.

—No, tiene usted razón, tengo poco tiempo de haber llegado a la congregación. Yo trabajaba en un lugar cercano a Puebla, cuidando una granja de cerdos. Pero si conoció a mi mamá, a Chagüita, la señora que venía a lavar y a planchar la ropa de su mamá. ¿No se acuerda? De esto ya hace tiempo. Usted acababa de terminar sus estudios, estaba recién salido del seminario, entonces era usted el vicario y yo sólo un chamaco, por eso no se acuerda. Yo soy Chinto, padre. ¿Ya se acordó de mí?

—¡Vaya hombre!, ahora que lo dices, creo que sí. De tu mamá que en gloria esté, sí me acuerdo muy bien; pero de ti, después de tanto tiempo, es difícil acordarse. Además, has cambiado. ¿Y qué haces en San Miguel? ¿A qué te dedicas?

—Pues verá usted, de todo un poco. Siembro maíz y frijol, trabajo en las frutas cuando es temporada y me ayudo con tres vacas que ordeño y ahí la vamos pasando.

—Así que tú eres Jacinto. Mira, yo no me opongo a que se lleven la imagen, pero esto tienen sus asegunes, como ustedes dicen. Primero, ese Nazareno es casi una reliquia, muy antigua y valiosa, y se la llevan cuando más sol hace y eso le afecta; la madera se parte. Segundo, todo esto se presta para que se emborrachen, porque yo sé, yo lo he visto, nadie me lo ha contado: hacen viaje a Estanzuela a comprar pulque y acaban la celebración tirados en el suelo. Pero en fin, te la voy a prestar porque aquí el maestro Ramón se hace responsable y en memoria de tu santa madre. A ver si no llueve de más y luego me vienen a reclamar.

¡Qué cosas!, se me afigura que lo estoy viendo. Siempre pagan justos por pecadores. Lo bueno se va. Ni modo. Ese día salió bien entrada la mañana con el sol a cuestas y arrastraba por el camino la pesadez de su desilusión.

—de plano, eso no tiene remedio —me dijo.

Y platicamos largo y tendido. Las estaciones se habían vuelto un desbarajuste y las cabañuelas resultaron al revés. Llovió tanto en enero, que todo el mes se la pasó como si fuera tiempo de aguas y ahora, cuando más se necesitaba, ni una gota. La seca sentó sus reales.

—¡Oye!, ¿por qué no bajas al pueblo y le platicas al señor cura? —le dije—, quién quite y te dé un buen consejo.

—Pos la mera verdad, ya ni sé ni qué hacer. Primero la humedad se puso bien buena y los barbechos que se hicieron en diciembre se tragaron toda el agua. Las habas y la avena crecieron retebonitas. Se fueron como la espuma; pero cuando más falta les hacía el agua, no llovió y las habas se mancharon con las heladas de marzo. ¡Ya pa’ qué! Así cual precio iban a tener. Pero estoy pensando hacerte caso —me dijo. Y fue cuando fuimos a ver al cura.

—También me dijo lo mismo mi comadre Felícitas. Ya sabes que ella es muy allegada a eso de la iglesia, insiste en lo mismo que tú: que vayamos al pueblo y nos traigamos para acá el santito ese, al que cargan todos los años y llevan y traen para Lerdo y Tepozoteco y dizque sí les da resultado. Al cabo un perdido a todas le va.

—Figúrate que dicen en Altotonga que los de la Escuela de la Cruz, ésos a los que les nombran los cruzados, no quieren que se saque el santo a ninguna parte, no vaya a suceder lo mismo de hace más de ciento cincuenta años, cuando unos campesinos de Jalacingo se llevaron prestado a su templo al cristo que ahora se llama Padre Jesús de Jalacingo, y cuando lo traían de regreso se les puso tan pesado, que ni entre veinte hombres lo aguantaban. Sólo lo pudieron mover de regreso hacia Jalacingo porque dicen que ahí quería estar. ¡Tú crees? Ve tú a saber.

—A veces me dan ganas de largarme de aquí. Ya muchos se han ido para el norte. Según se sabe, los pasan de mojados allá por Matamoros. Otros se van para la capital a trabajar de albañiles o, de perdida, de chalanes de albañil. El año pasado se fueron unos sobrinos míos a trabajar para la costa, allá por Laguna Verde, y el caso es que a mi hermana sólo le trajeron el mes pasado dos cheques por dos millones de pesos, porque cuentan que se cayeron a una tina muy grande donde había cemento fresco y los emparedaron. ¡Pobres!, se fraguaron hasta el fondo. A mí se me hace que por eso está quedando bien flaca la pobre, nomás de pensar en cómo murieron y que no tiene ninguna sepultura donde ir a rezar.

—Si me voy, ¿adónde? Y, ¿qué hago con los muertitos? Ni modo que me los lleve conmigo. No yo tengo que quedar cerquita de ellos y de donde enterraron mi ombligo. Al cabo, ahorita somos y mañana no. Pa’ morirse, nada más se necesita estar vivo.

—Sabes una cosa, Ramón —me dijo, y tomándome de la mano, me apretó y se me quedó mirando con esos ojos azules que sólo él tenía, porque aquí no hay güeros. Dicen que la difunta Rosaura, su mamá, lo tuvo con un chipileño, uno de esos italianos que viven a un lado de Puebla—. Yo creo que esto de las aguas que se retrasan y de las heladas tempranas es un castigo divino. Antes, las cosas eran diferentes. ¿Te acuerdas de cuando íbamos al catecismo? ¡Y de las fiestas de Todos Santos y de los Fieles Difuntos?  Ésas sí que eran fiestas de verdad. A mí me gustaban harto los tamales de mole de pimiento con hongos tecolcoscas que cocinaba tu mamá.

—El día que cumplí nueve años amaneció lloviendo y, como ya se acercaban los moles de Todos Santos, me fui caminando para Juan Marcos, allá por la ribera del río Alseseca, a buscar hongos. Los nublados bajos habían durado diez días seguidos, así que entre la hojarasca y los troncos secos de encino tenía que haber muchos hongos. Y así fue, hubo tantos que llené dos canastas que le llevé a mi madre. ¡Ah, por cierto!, en aquella ocasión por poco me muerde una víbora de cascabel que estaba enroscada en un tronco. De la que me salvé. Mi madre llevó a vender las canastas de hongos a Altotonga, a unas personas de dinero que se los habían encargado. Se los pagaron bien y la pobre se lo gastó todo en nosotros. A mí me compró unas botas de hule y a mis hermanas huaraches, que ya no tenían. Trajo pan de muerto y una cobija que tracaleó por una totola 2  que llevó a vender. Como vi que el negocio era bueno, le conseguí más canastas de hongos antes de que se acabara la temporada, que de por sí es corta. Sólo los días de noviembre se dan; pero ahora creo que ya ni hongos hay, de tanto que ha cambiado el tiempo.

Me quedé pensando muy seriamente en todo aquello que decía Jacinto y, viéndolo bien, había mucho de cierto en sus razonamientos.  En la Congregación de Tepiolulco, vecina de San Miguel Tlalpoalan, la capilla ya se cayó y donde antes había una religión, ahora hay cuatro. Cada pastor o ministro que llega construye rápidamente su templo y se allega de feligreses: sabatistas, adventistas, miepis, testigos de Jehová y otros que siguen llegando. Ya también se aventuran por ahí los mormones, que traen mucho dinero. Ellos no necesitan el diezmo que las otras sectas recogen hasta en especie; hay pastores que guardan todavía maíz de hace dos años.

Una semana antes de la procesión, al término de mis labores y ya para abordar el autobús con destino al pueblo, Chinto me invitó a comer a su casa y ahí, de nueva cuenta, volvió a tocar el tema.

—se espantaron las aguas con tanta resequedad, Ramón. El viento del sur sopla toda la noche y nada que sube la lluvia. A veces parece como si aullara un coyote y se estremece todo el tejamanil de la casa: es un lamento continuo que desgarra la tierra en la oscuridad de la noche y te pones a pensar y pensar, sin poder dormir. Fíjate, Ramón, hay ocasiones que no para de soplar en todo el día. Ayer se cumplieron dos semanas de soplar y soplar y nada. Tú no te das cuenta porque por las tardes te vas al pueblo y allá te quedas. Antes, ¡qué esperanzas que pasara esto! Cuando corría el sur, luego, a los dos o tres días, ahí estaba el agua. Primero llovía fuerte y después se quedaba el chipi chipi, que mojaba más que la lluvia, hasta que otro sur se lo llevaba, para volver a formar allá abajo, donde nacen las nubes, otro norte. Y de norte en norte, nos llenábamos de agua que era una bendición de Dios. Pero ya no hay bendiciones. Con tantas sectas por donde quiera, ya ni los más viejos se acuerdan de rezar y se les ha olvidado su fe.

—¡Ah, que Jacinto este! —le dije—. No seas tan crédulo. Las cosas no son así nada más. ¿Y qué con los que talan el bosque y hacen el carbón? Todos los días, cuando vengo para acá a abrir la escuela, hay un fulano, allá por el rumbo de “Carrera Morales”, que un día sí y otro también tiene sus bultos de carbón y sus tercios de leña en trozo que lleva a vender a Perote y nunca se ha sabido que el forestal le diga algo. ¿No será que tiene razón ese padrecito nuevo que viene a celebrar la Santa Misa los domingos?

—¿De qué, compadre? ¿De qué tiene razón?

—¿Pues de qué va a ser? De lo que dice, de ese aire que baja y nunca sube. Según las gentes entendidas, se llama corriente de chorro y algunas hasta tienen nombre. Me dijeron que es la más ala, a mí no me lo creas.

—¿Y quién dice, compadre?

—Y quién va a decir, pues los meteorólogos que estudian todo lo del tiempo. Se le conoce como la corriente de chorro “El Niño”, y platican que cuando nace, allá por el Perú, se lleva el agua muy lejos.

—¿Adónde dices que nace, Ramoncito? Eso está muy, pero mucho muy lejos, hombre. Acá no llega.

¿Quién sabe?, yo no estaría tan seguro. Acuérdate de una cuestión, compadre Jacinto, allá arriba no hay cerros ni vericuetos. Todo puede ser. A lo mejor eso es lo que está pasando; pero yo ya te dije, la lucha se le hace. Como dice el dicho: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Pídele al señor cura el santo y lo paseamos por todo San Miguel.

Y así fue como aquella mañana, 12 de mayo, se trajeron el Santo Entierro. La tarde anterior todavía anduvo mi compadre Jacinto de casa en casa, pidiendo dinero para acompletar el pago de los cohetes y la música de viento que vino a tocar desde Hidalgo, más alá de Capulapa. Frente a la ermita de la Virgen de Guadalupe, se reunieron todos y, al unísono, le hicieron la parada al camión. Pensaron irse en el carro de pasaje, porque ya sabían que la caminada de regreso era larga y de subida. Yo me fui un poco después, los alcancé al rato porque me quedé con los niños de la escuela y las catequistas a terminar de asear la capilla.

Llegamos pasadas las tres de la tarde, con el sol en su apogeo. Lo pasearon por los campos y le rezaron cuatro rosarios que dirigió Nicomedes, quien se unió al grupo y se vino en la bola. Dejara de ser de la asociación de “Hijas de María”. Le encanta el borlote. Bien dice su marido: “Es ajonjolí de todos los moles”.

—¡Para qué le rezan rosarios, viejas argüenderas! ¿No ven que el Señor es hombre? Se va a enojar. Nomás no saben qué hacer y luego luego a rezar el Rosario. El Rosario está bien para la Virgen María, pero no para el Señor. A Él se le canta, se le rezan padresnuestros  y, como Padre que es, se lepide nada más ­—decía con cierto enojo don Rutilo, que preside el grupo de los adoradores—. A mi compadre Jacinto le daba mucha risa y se secaba el sudor que le escurría por la cara, llenándosela de lodo. Parecía que la tenía pintada a rayas.

De tanto caminar entre los surcos, la caja de cristal se llenó de tierra y la tuvimos que sacudir y limpiar antes de depositarla en la capilla. De noche siguieron los rosarios, los cantos, las alabanzas, y como hacía cinco años que el Señor no venía de visita, se juntó mucha gente.

Primero las mujeres y luego los niños desfilaron ante aquel féretro de cristal con su ocupante inmóvil. Nicomedes fue la de la idea y entre todos los adoradores abrieron la caja, sacaron al Nazareno y lo crucificaron en una cruz que tenía pedestal de madera y estaba a un lado del altar. “Para que descanse un poco de tanto venir acostado, y sirve que lo aseamos bien y le ponemos su ropa nueva”. La misma Nicomedes lo cambió, pues ella había sido la mayordoma en las fiestas de la Semana Santa.

¡Cómo es que venía acostado y ahora ya estaba en la cruz? Los que no habían visto que la imagen tenía goznes y se le movían las articulaciones, se sorprendieron. Pero algunos ya sabían que este Nazareno era el mismo que el Viernes Santo crucificaban cada año en Altotonga y luego depositaban en su féretro de cristal junto al altar de la Virgen de la Soledad.

Ya en la cruz y al alcance de todos, uno por uno lo tocaban a dos manos y luego se las pasaban por su propio cuerpo, santiguándose de pies a cabeza. Los ancianos se sobaban y tallaban con especial empeño con un pedazo de manto que se desprendió de sus vestiduras, sobre todo en sus articulaciones a ver si les aliviaba las reumas. Le tentaban la cara, las manos, los pies e introducían sus dedos en las heridas y llagas, persignándose y recitando varios salmos en voz alta.

Poco a poco se fueron encendiendo las veladoras y su humo se mezcló con el incienso que cubría el reducido espacio de la capilla. Era una bruma gris pestilente en la que flotaban los malos presagios. Ya entrada la noche, sólo se quedaron los de la adoración nocturna, quienes, para no dormirse, bebían, sorbo a sorbo, café endulzado con piloncillo y, de vez en cuando, de manera furtiva, le echaban aguardiente de caña que cada quien llevaba en una botella debajo del jorongo. Pasadas las tres de la mañana, yacían exhaustos en el suelo todos los adoradores, vencidos por el sueño y embrutecidos por el alcohol. Nadie se acordaba del Santo Entierro que, fuera de su caja, se mecía colgado de un solo brazo en su improvisada cruz.

—¡Dios Bendito! Tenía tazón el señor cura. ¡Qué sacrilegio es éste! Por eso no le gusta prestarlo —pensé.

Lo bueno fue que todas la viejas mitoteras del pueblo se habían regresado al anochecer en el último camión de pasajeros de la noche. Lo bajamos con sumo cuidado y lo depositamos en su urna de cristal. Le acomodaron su túnica, le pusieron un manto limpio y le cambiaron la corona de espinas por una recién hecha con yerbas espinosas del malpaís.

Cuando lo sacaron para llevarlo de regreso al pueblo, éramos cuatro los únicos hombres que había dejado en pie el aguardiente. Entre ellos nos contábamos mi compadre y yo. Jacinto, cabizbajo y con la rabia contenida entre sus dientes, maldecía a Rutilo y a todos los viejos adoradores que, como era su costumbre, se habían emborrachado hasta perderse en un sueño nauseabundo del que no despertarían hasta la tarde, cuando fueran a buscar el pulque para curarse la cruda. Ya ni modo, el desacato y la falta de respeto al Señor la habían cometido una vez más.

Comenzamos a bajar por el mismo sendero del día anterior, bajo el esporádico tronido de algunos cohetes que habían sobrado y al desafinado canto de las mujeres que nos acompañaron. A lo lejos, las nubes parecían venir a nuestro encuentro ganando terreno sobre el azul del cielo, envolviendo todo en una capa espesa de humedad y frío. La temperatura descendió bruscamente y el sol se ocultó. Llovía con fuerza y el agua y el agua resbalaba por encima de la palma de los capisayos 3 . Llegamos a las puertas del templo, bajo una tormenta de granizo que golpeaba con fuerza sobre los vidrios de la caja.

—Por fin, así me gusta, Jacinto, que la gente tenga palabra. Para la próxima visita ya no habrá ningún problema. —le dijo el señor cura, mientras le palmeaba la espalda.

Salimos del pueblo en medio de una lluvia persistente que nos acompañó todo el trayecto. A mi compadre le dolía el cuerpo y sentía mucho frío. Pasamos a la farmacia de Santiaguito por unas pastillas y nos echamos un amarguito para la mojada en la cantina de El Chamizal. Todo pasó tan aprisa  y tanto necesitábamos el agua que, cuando llegó, hasta con los pocos maíces que habían crecido en la rejoya del monte barrió. Todo se acabó.

Llovió ocho días sin parar. A ratos recio, a veces menudo, pero constante. Se desgajaron los cerros y el agua corrió sin medida por todos los caminos. Mi compadre, mi querido e inseparable compadre, Jacinto Valencia Pérez, oriundo de la congregación de Juan Marcos y vecino de San Miguel Tlalpoalan, murió de pulmonía durante los días del temporal que humedeció los campos hasta las entrañas mismas de la tierra.

Lo sacaron a los campos resecos y calcinados por el sol. Y lo trajeron de regreso en medio de una tempestad.


1 Danzantes disfrazados como payasos, usan máscaras de mujer y bailan con un látigo que hacen chicotear. También se los conoce como “Gracejos”.

2 Hembra del guajolote.

3 Prenda de vestir, impermeable rústico fabricado con hoja de palma, con el que se cubren de la lluvia.