Por Fernando de la Luz
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¿Qué nos interesa saber? O mejor dicho, ¿sabemos dónde estamos parados, quiénes somos y lo que acontece en nuestro entorno?
No lo sé y todo esto viene a colación con el ciento cincuenta aniversario de la expedición de las Leyes de Reforma ¿De Reforma? Y yo que creía que sólo era el nombre de una hermosa avenida de la ciudad de México.
Los títulos largos no me gustan, pero tampoco se me da mucho lo breve, y tras varios días de meditarlo, creo que este pequeño ensayo tiene que llevar ese título por largo o cantinflesco que parezca, porque el tema que pretendo abordar es precisamente ése, aunque peque de repetitivo, porque en verdad a mí, por lo menos, me aterra el hecho de que la generalidad de las personas no sepa o no quiera saber nada que no tenga que ver con su mundo inmediato, con su círculo circunstancial, porque finalmente, lo que pasa hoy tuvo un antecedente y éste, a su vez, un principio. Así nos podemos remontar hasta la causa no causada, pero no es mi intención derivar a la filosofía y mucho menos a la teología.
Hoy es un día como cualquier otro, pensé el pasado jueves 19 de junio de 2008, lleno de cosas que hacer, dentro de la intrascendencia en que caminamos y la monotonía que nos devora esperando dar la vuelta al calendario una y otra vez. ¿Por qué? No sé, tal vez porque la cotidianidad se estereotipó y volvió costumbre y lo que sucede ya ha pasado una y mil veces. ¿Será…?, me cuestiono y no encuentro respuesta al hastío. Antes de salir a caminar por la calle, situación que tenía prevista para resolver algunas cuestiones relacionadas con mi trabajo, estuve, durante un rato por la mañana, hojeando los diarios y echando un vistazo a dos o tres revistas, y al igual que los noticieros de la televisión, la noticia dominante era la misma. ¡Qué barbaridad!, pensé, las páginas se tiñen de rojo como cuando antaño, en los sesenta, al tomar el camión de regreso de la escuela, en la esquina, en la estantería de periódicos, el Alarma exacerbaba los crímenes o alguno que otro acontecimiento grotesco que la vida le jugaba a más de uno. Sí, me digo a mí mismo recordando aquellos años, pero aquellos eran pasquines, lo más vendible de la página roja. Ahora la prensa entera es una página roja, pero muy roja, diría escarlata de tanta sangre petrificada que no alcanza a secarse, pues apenas en la mañana aparecieron tres cuerpos decapitados en un lado, ya para el mediodía yacen otros ocho más mutilados dentro de un vehículo, y en la tarde aparecen otros cinco con el tiro de gracia en la frente. ¡Qué más da!, pareciese que la demanda de tanta sangre que nos salpica sigue y sigue, reflejada en las primeras planas de los diarios ante la indiferencia de los transeúntes; mañana, después de colgar en los expendios de periódicos, envolverá la verdura o la fruta de algún puesto callejero ávido en vender algo para sacar lo del día y, al menos, comer. Lo que hoy es noticia, al rato ya no, simplemente es algo que pasa, está sucediendo y de tanto que acontece ya no queremos ni acordarnos.
Ayer, medité ese jueves 19 de junio, en compañía de mi amigo Ignacio Javier Martín Sánchez, brillante escritor, excelente poeta, nos invitaron a dar una charla de fomento a la lectura en una secundaria técnica de nombre memorable “Carlos Pellicer Cámara” y ahí, un mozalbete de escasos dieciséis años, por cierto de nombre Alfredo, me dio una respuesta que todavía vengo rumiando al paso de los días y todavía no digiero. Esa mañana, al cuestionarle sobre si leía los periódicos y veía las noticias en la televisión, se me ocurrió preguntarle qué le parecía la precampaña demócrata en Estados Unidos y cuál era su opinión sobre la figura de Hillary Clinton, y ante mi asombro, con un dejo de enfado, me respondió: “No sé quién es esa señora”. ¿No sabes quién es?, le insistí. “No –me respondió tajante–, no sé y no me interesa”. ¿Y por qué no te interesa?, volví a la carga. “Pues porque a mí no me interesa saber quién es ella; mientras no me afecte a mí, a lo que hago y en donde vivo, no me importa saber nada de esa tal Hillary Clinton”, y se quedó tan tranquilo.
El metrobús me trajo hasta el paseo de la Reforma y ya ahí, antes de que comenzara a llover, me aventuré a caminar entre sus amplios andadores al abrigo de vetustos árboles e inamovibles estatuas. Al pasar frente a una de ellas la curiosidad me detuvo –motivo especial de mi caminar por esa avenida y a esa hora– y pude leer, entre las oxidadas letras de la placa de bronce, “Ponciano Arriaga”; más adelante encontré otra en la que podía leer “Francisco Zarco” y otra más decía, por entre la pátina del tiempo que amenazaba con borrar las letras, “Santos Degollado”. Vaya, pensé en ese momento, ha valido la pena venir; y comencé a tomar nota, al tiempo que me senté en una de las monumentales bancas de piedra con sus rosetones y balaustradas de cantera, desde donde alcanzaba a distinguir, a lo lejos, sobre una estructura metálica, el letrero que consignaba mi ubicación en ese preciso instante: Paseo de la Reforma.
Reforma, me cuestioné a mí mismo, es más que el nombre de una calle, ¡y vaya calle!, pensé, tal vez la más hermosa de la ciudad, y al igual que Insurgentes y otras más, se repite en otras tantas ciudades. Y cómo las estatuas y monumentos diseminados a lo largo y ancho de nuestro país están ahí como testimonios mudos de nuestro pasado, como llamada de atención de que como pueblo debemos tener memoria, y que el hecho de estar parados en esa avenida o calle o frente a determinada estatua implica que varias generaciones que nos antecedieron hicieron su trabajo, su parte en la difícil secuencia histórica de la vida. Y ante todos estos cuestionamientos volví a preguntarme: ¿Algún día, durante algún instante, habrá alguien o quienes –dentro de los veinte millones de habitantes que poblamos esta ciudad y su zona metropolitana– se acuerden que Reforma no es tan sólo el nombre de una calle? No vayan a resultar como el jovencito adolescente, que en tanto y cuanto no nos afecte en nuestro entorno no nos interesa. Bueno, pensé, por lo menos a mí sí me interesa, sé lo que es y significa y tan me interesa que estoy aquí sentado, como también me interesa, y no lo puedo apartar de mi mente, el hecho irrefutable de que como Alfredo hay millones y millones de mexicanos para quienes la Historia es una asignatura que debieron aprobar al cursar la educación formal que se imparte en las escuelas del país y nada más.
La Reforma, ¿quién se acuerda de la Reforma? Y no me refiero a la avenida, ni al periódico, ni mucho menos a la que emprendió Martín Lutero en el siglo XVI, sino al movimiento ideológico que planteó un cambio en la relación Estado-Iglesia que imperaba en el México de la primera mitad del siglo XIX. ¿Se acuerdan?.
–Sí, del jacobino de Juárez, que quiso acabar con los curas. ¡Y tan buenos que fueron ellos con él! Si hasta el señor Salanueva, su tutor y padrino, era cura –nos comentaba mi maestro de segundo año de secundaria, el celebérrimo Celerino Salmerón, autor de Las Grandes Traiciones de Juárez–. Bueno, algo es algo, y al menos de manera distorsionada y confesional, recordé, sabíamos que en la Historia de México a una época se le conocía con el nombre de La Reforma.
¡Qué tiempos aquellos!, los de fines de los cincuenta y principios de los sesenta, cuando transité de la primaria a la preparatoria. En esa época todavía desataba pasiones y avalaba posturas “La Guerra de Reforma” y Juárez era satanizado por más de uno, y conste que del hecho ya habían pasado cien años. Pero ¿qué son cien años en la historia de un pueblo? Y como para no perder la memoria histórica se reeditó el libro de Francisco Bulnes, El Verdadero Juárez. Ahora, con trabajos, las nuevas generaciones saben algo, ¿de qué?, no lo sé, pero algo sabrán por lo menos y yo trataré, en estas páginas, en la medida de mis posibilidades, de explicarles, si me lo permiten, un poco en qué consistió ese movimiento ideológico, guerra civil o transformación de la sociedad mexicana, porque revisando la prensa periódica de hoy en día, plagada de nota roja, me llama la atención la serie de descalificaciones, reproches, críticas, toma de posturas y “poses”, diría yo, entre la tan llevada y traída clase política, que no sé qué tanta clase tiene, si la tiene, pues tal parece que la política no es otra cosa que estarse atacando unos a otros y, como se dice coloquialmente, “llevando agua a su molino”. Realmente es sorprendente comprobar cómo el inmortal Nicolás Maquiavelo no se equivocó al escribir su famosa obra El Príncipe, porque ¡vaya que el poder atrae, corrompe, desestabiliza!, y quienes lo detentan o lo desean hacen hasta lo imposible por asirse a él, por hacer de él y su ejercicio una forma de vida. Así vemos en nuestro país, en la actualidad, cómo al caer o resquebrajarse la antigua estructura unipartidista, los que antes eran priistas, con la mano en la cintura se vuelven panistas o perredistas o logran el consenso de dos o tres partidos y se lanzan a la gran aventura de obtener el poder, de mantenerse en él y si se puede, ¿por qué no?, perpetuarse ahí. De tal suerte tenemos senadores que ya lo han sido dos o tres veces y antes de eso ya habían sido diputados federales o locales; hay quienes habiendo sido gobernadores, ahora son diputados o senadores y se erigen en coordinadores de sus fracciones parlamentarias, por lo menos de las bancadas de sus entidades federativas. ¿Ideología?, ¿congruencia?, ¿mesura? ¿Quién habló de eso? Lo importante es tener la sartén por el mango y estar, como vulgarmente se dice, “dentro del ajo” y pertenecer a esa clase política de la que tanto se habla y que ahora, frente a 2010, se encuentra con el predicamento de celebrar el bicentenario del movimiento de Independencia y el centenario de la Revolución al unísono, y con tanto prócer deificado y otros tantos olvidados, que son los más, ya no saben qué hacer, en especial el gobierno en turno, de filiación panista, porque no hay que olvidar que las raíces de éste se identifican más con la derecha, con el conservadurismo, con la clase política que hasta hace ocho años se conocía como la reacción.
Que si la elección en 2006 fue legal o no, que si el IFE no sirve a los intereses no sé de quién, pues sencilla la cosa: que cambien a los consejeros por otros que me acomoden más; el legítimo soy yo, el espurio es él. Que si privatizan Pemex o no, ¿y qué con las “Piridegas”?, ¿cuántas refinerías se han reconfigurado a la fecha? ¡Privatizar!, que verbo tan feo, ¿quién lo conjuga? Hay que reactivar el Plan Puebla-Panamá; entrarle a la Iniciativa Mérida; diversificar los mercados y buscar clientes en Asia; combatir al crimen organizado; salvar a México. ¿Salvarlo?, ¿salvarlo?, ¿de quién? Pues de los mismos mexicanos, de su ignorancia histórica generalizada y de la abulia endémica por saber, por enterarse, no obstante que paradójicamente, sin estar casado con el determinismo, en este país los ciclos se abren y cierran y recurrentemente dan la vuelta, porque un cambio genera otro cambio y éste engendra diferentes desenlaces, muchos de ellos, en el mejor de los casos, no previstos. Alguien decía por ahí vox populi que el criollo ilustrado jugó al independentista y le cedió la estafeta al ciudadano liberal clase media que le apostó a la Reforma, a la secularización de la sociedad y del Estado que dio paso a la modernidad, a las inversiones, al hacendado porfirista, a la cristalización de ese liberalismo que derivó en un despotismo ilustrado, la polarización de la sociedad y el estallido de la Revolución, que a su vez, después de un tortuoso camino, se institucionalizó y se hizo gobierno durante más de setenta años y que ahora, en los albores de su centenario, se reacomoda, cede la estafeta y, dentro del pluripartidismo, trata de transitar por los avatares de la democracia; ojo, de la democracia liberal, ¿o es qué existe otro tipo de democracia?.
¿Por qué en México las discusiones decimonónicas siempre son en torno a problemas políticos, a problemas y cuestiones de índole ideológica, a cuestiones como “centralismo o federalismo”, “Sufragio Efectivo No Reelección”, “democracia”, “libertades políticas”, libertades. ¡Libertades!, ¿de qué y para qué?, ¿para cambiar qué? El cambio por el cambio. ¿Alternancia en el poder? ¿Para qué? Y así sucesivamente podríamos pasarnos horas, días, analizando la sinrazón y la razón de esa eterna lucha iniciada el 16 de septiembre de 1810 y que, etapa tras etapa, se complica, duplica y se vuelve más compleja, porque la solución de un problema social trae aparejado consigo mismo uno y otro problema más y parece un juego que nunca se acaba. Un ejemplo de este complejo problema lo encontramos, por citar uno de los más representativos dentro de la vida del país, en las políticas sanitarias que aplicaron los gobiernos emanados de la Revolución, que abatieron el índice de mortalidad pero, al mismo tiempo, generaron el crecimiento desmedido de la población. A principios de los sesenta, México tenía 34,923.1 millones de habitantes y en 2000 la población se había triplicado a 97,483.4 millones, trayendo aparejado toda una serie de problemas estructurales y de servicios, como demanda educativa, vivienda, desempleo, proceso de urbanización, descapitalización del campo, empobrecimiento de grandes masas de población, crecimiento desmedido de fenómenos como la emigración, cinturones de miseria en torno a los grandes centros urbanos, todo como consecuencia de la imposibilidad del sistema económico de generar riqueza y del reparto equitativo de ésta.
La instauración de un sistema político, que obviamente conlleva la adopción de un sistema económico del cual depende en gran medida, no soluciona per se los problemas de una sociedad y hasta la fecha, la historia misma de la humanidad –parafraseando al inmortal Carlos Marx, dígase lo que se diga, se esté de acuerdo o no– ha sido en gran medida la de la lucha de clases; se tenga conciencia de clase o no, el hecho irrefutable es que ahí están. ¿Acaso las grandes revoluciones de la humanidad como la Francesa, la Mexicana, la Rusa y la China, por mencionar las más relevantes, se han generado por el azar?
Hay un pensamiento de Ponciano Arriaga, prócer indiscutible de la Reforma y precursor del pensamiento agrario mexicano, plasmado en su famoso Derecho de Propiedad, voto del señor Ponciano Arriaga, expuesto a los constituyentes el 23 de junio de 1856, en que pone sobre la mesa la constante interrogante que el hombre se hace respecto a las desigualdades sociales y a cuál es la solución: Ese pueblo no puede ser libre, ni republicano, y mucho menos venturoso, por más que cien constituciones y millares de leyes proclamen derechos abstractos, teorías bellísimas, pero impracticables, en consecuencia del absurdo sistema económico de la sociedad. Esta verdad indiscutible que apunta Arriaga, basada en hechos reales y en especial en la desigual distribución de la propiedad en el México del siglo XIX, que generaba una situación de miseria, desigualdad e inestabilidad para la vida institucional del Estado, siguió generando una serie de problemas que desencadenaron, cincuenta y cuatro años más tarde, inmerso dentro de la vorágine de la Revolución, el movimiento de Emiliano Zapata en 1910, que tenía como lema Tierra y Libertad.
Pregunto: ¿hoy en día, la promulgación de nuevas leyes, códigos, reformas a la varias veces reformada Constitución de 1917, ha cambiado las condiciones socioeconómicas del país? Obviamente el México de 2008 no es el mismo que el de la época de la Reforma, hay una distancia de 150 años, guerras civiles, intervencionistas, una revolución, un conflicto cristero, un periodo posrevolucionario largo y tortuoso de por medio; la creación, ascensión y desplome de un partido político único, la aparición del pluripartidismo, la apertura democrática y el afianzamiento de las libertades ciudadanas, la entrada del país a la globalidad. ¿Y qué? ¿Han cambiado de raíz las condiciones socioeconómicas de la población, de esa población a la que se refiere Arriaga? Vaya problema complejo, no sólo de resolver sino de contestar de manera acertada, so pena de que se me tache de pesimista o diletante. Bueno, pues la respuesta a ésta y a más interrogantes que se han sucedido en 150 años de vida institucional como nación, como país, como Estado preocupado por implantar un Estado de Derecho la encontramos precisamente en la Historia, ciencia dinámica, cambiante y en constante transformación puesto que está atenta al desenvolvimiento de la vida del hombre en sociedad y, conjuntamente con las llamadas ciencias sociales, estudia el presente de la humanidad, pero para entenderlo, necesitamos conocer nuestro pasado, aprender de nuestros errores y aciertos y saber en qué fallamos, por qué las cosas no cambian, por qué evolucionan de tal o cual manera, cómo nos afectan, cómo enfrentar los nuevos retos que nos depara el porvenir.
Es más que cierto que si la humanidad navega dentro de un océano turbulento llamado “capitalismo” y, como bien lo sabemos, el liberalismo como ideología justifica al capitalismo como sistema económico, nuestros males se desprenderán de esa raíz a la que no hemos sido capaces, si no de erradicar, al menos modificar, a pesar de miles de años de evolución y conocimiento acumulado. De ahí que un hecho social convertido en fenómeno social genere a su vez otros hechos sociales que al pasar del tiempo desencadenarán subsecuentes fenómenos sociales en que nos veremos inmersos. Pero ¿acaso no es importante estar informado, saber lo que pasó y poder prever lo que posiblemente pasará? ¿O tal vez tratar de llevar a cabo un cambio que modifique el presente? ¿Nos compete? Claro que nos atañe a todos y a cada uno de los seres humanos conscientes, a cada ciudadano responsable del momento histórico que vive. Y toda esta complicada situación, que parece una madeja indescifrable, arrojará luz a nuestro conocimiento y entendimiento si nos preocupamos por saber, aunque sea un poquito, de Historia, porque todos estos planteamientos no son ni deben ser preocupación exclusiva de los intelectuales, sino de todos y cada uno de nosotros.
¿Utópico? ¿Soñador? ¿Controvertido? Tal vez, pero no ajeno al desenlace de nuestra sociedad, de nuestro transitar por la vida. Estar informado se vale, es un derecho inalienable, afirman quienes se refieren a la prensa periódica o a las cadenas noticiosas en los medios electrónicos, a la información que el Estado está obligado a proporcionar a los ciudadanos; con mayor razón es prioritario conocer, saber un poquito de historia o, como se dice, saber dónde estamos parados, entender nuestro entorno social, medir las consecuencias de las acciones políticas, poder comparar, aquilatar, sopesar. Somos seres humanos, gregarios, sociales; tenemos la necesidad de saber, de preguntar, de explicarnos o, por lo menos, saber que estamos haciendo un esfuerzo por entender lo que acontece a nuestro alrededor.
En julio de 2009 se cumplirán 150 años de haberse publicado las Leyes de Reforma en el puerto de Veracruz, sede del gobierno liberal que encabezaba don Benito Juárez García, a la sazón presidente interino de la República; leyes que le dieron a México la posibilidad de transitar a la modernidad, de transitar en la vida cotidiana a través de la laicidad, de afianzar el poder del Estado y sus instituciones sobre cualquier otro poder. En ese momento, decisivo para la historia de México, se consolidó el Estado como tal, la República, la división de poderes, los tres niveles de gobierno, el sentido y la concepción de federalismo. Analicemos pues, aunque sea de manera superficial, esa época en que se definió la historia de nuestro país, comenzaron a tomar forma conceptos como democracia, soberanía, nacionalidad, federación y, por encima de todo, se impuso el concepto de legalidad basado en la aplicación de la ley, aunque esta ley o leyes, como bien lo apuntó Ponciano Arriaga desde 1856, no sean la panacea por sí solas. Está bien claro que debajo de estas inquietudes y preocupaciones de varios de los liberales subyacen teorías y concepciones medulares acerca de la estructura misma del sistema, de su viabilidad y contradicciones y de la justicia social en especial. Hay estudiosos que se cuestionan cómo estando tan presente en el ánimo de este grupo de liberales la problemática del acaparamiento y tenencia de la tierra, todo esto no derivó en la promulgación de una reforma agraria, sino que hubo que esperar 54 años para ello.
El momento y las circunstancias no fueron el momento preciso. Primero había que realizar la separación de la Iglesia y el Estado, fortalecer el régimen republicano y afianzar la Federación y, ante todo, apuntalar dentro de la legalidad a ese endeble Estado que en varias ocasiones estuvo a punto de sucumbir ante la guerra civil y las ambiciones anexionistas e imperialistas como las de 1847 y 1848, así como la incursión francesa y el Segundo Imperio de 1864 a 1867.
Para terminar estas consideraciones preliminares no quisiera dejar pasar el comentario certero de Silvestre Moreno Cora, notable jurisconsulto que entre 1898 y 1902 se desempeñó como Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y que dadas sus altas miras humanas trascendió y superó las discusiones decimonónicas que se daban en torno a los pros y los contras entre quienes justificaban o a la corriente liberal o a la conservadora, situándose más allá de la encarnizada crítica y toma de posturas radicales, sobre todo con conocimiento de causa puesto que había vivido en carne propia el movimiento de Reforma y sus repercusiones en la sociedad de su tiempo:
Muchos hombres públicos, creyendo de buena fe que los males de la nación dependían de la forma de gobierno federal que se había adoptado, se decidieron por el centralismo –apunta don Silvestre–. Se creía que la Federación protegía las tendencias anárquicas porque cada estado se creía una pequeña nación independiente y que el centro se veía debilitado en demasía. No he de olvidar lo que más tarde oía yo decir a los viejos de mi tiempo, quienes criticando que al imitar a los Estados Unidos se hubiese adoptado la forma de gobierno federal, decían que no es la mejor levita la que ha sido bien cortada, sino la que mejor se aviene al cuerpo de la persona para quien se ha mandado hacer… y no faltaban quienes se burlaran de la imitación de la forma de gobierno de los americanos, diciendo que ellos, estando separados al hacer su independencia, se habían unido y nosotros, que estábamos unidos, pretendiendo imitarlos nos habíamos separado.
Este comentario que don Silvestre hace en sus memorias es lo suficientemente claro como para entender que el aspecto entre centralismo o federalismo, sin satanizar ni glorificar a nadie, era más bien una cuestión de forma; lo que sí era un impedimento y un freno para cualquier tipo de negociación entre ambos bandos era, sin lugar a dudas, el peso que el clero y la Iglesia tenían en el bando conservador pretendiendo mantener el statu quo intacto, defendiendo a toda costa su posición e intereses. Las convicciones políticas de cada quien, la fe en sus creencias y postulados, aunado al momento histórico que se vivía, hicieron que el apasionamiento se apoderara de ambos y las distintas visiones de país que tenían tanto liberales como conservadores se dirimieran no sólo en el campo de las ideas, sino en el de las armas, con la ingerencia directa del clero católico y sus intereses. Un ejemplo claro de lo que apunta Silvestre Moreno Cora es el hecho de que personajes públicos como Miguel Lerdo de Tejada o el mismo Valentín Gómez Farías servían al país, incluso bajo la presidencia de Antonio López de Santa Anna, del cual en dos ocasiones, por ejemplo, don Valentín Gómez Farías fue su vicepresidente. O el caso de Miguel Lerdo de Tejada, que siendo Ministro de Fomento con Santa Anna fue quien lanzó la convocatoria para la composición del himno nacional en 1853, siendo él mismo, también, quien el 26 de junio de 1856 publicara la Ley de Desamortización de Bienes de la Iglesia y Corporaciones.
Lo que sí es irrefutable es el hecho de que el México de hoy es el resultado de la evolución social y política por la que ha transitado el país. Cada época, cada momento histórico tuvo su razón de ser y en ese acomodo y reacomodo social a que está expuesta toda sociedad dentro del contexto mundial intervinieron miles de factores externos e internos, ideas, propuestas. Lo que hoy nos parece bien, acertado y correcto, tal vez dentro de cien años nos parecerá anacrónico, obsoleto. Un ejemplo palpable de esto lo es por ejemplo y sobre todo, referido al movimiento de Reforma, la famosa Epístola de Melchor Ocampo, que el juez leía a cada pareja que contraía matrimonio. Hoy es inoperante, incluso ofensiva si la vemos desde el punto de vista de la equidad de género, puesto que tiene una inclinación claramente “machista”; en su momento cumplió un propósito, era lícita y bien vista, hoy ha dejado de leerse a quienes contraen matrimonio; entonces era una manera de sacralizar y dignificar el matrimonio civil, que también en su momento era casi una acción descabellada y que distaba mucho de ser una buena costumbre. Todo es cuestión de tiempo; sí, de ciento cincuenta años nada más. Ojalá y no se nos vaya el tiempo y dejemos pasar la vida sin tener la curiosidad de saber, aunque sea un poquito, de historia. Y cuando nos sentemos en un parque frente a una estatua o transitemos por una calle cuyo nombre nos llame la atención, sería muy bueno que nos diera por investigar, por saber quién fue y qué hizo, ¿no creen?
En los tres últimos años de la primera década de la segunda mitad del siglo XIX (1858-1860) en México se libró una de las guerras civiles más cruentas que registra en sus anales históricos nuestro país, donde una generación brillante de jóvenes destacados nacidos durante la lucha del movimiento de Independencia o los inicios del naciente país, a los que la posteridad recuerda como la Generación de la Reforma, se batió con las ideas y con las armas, en medio de dos intervenciones extranjeras, por alcanzar un sueño, un ideal: el establecimiento del Estado Mexicano como tal bajo los auspicios del liberalismo y el sistema republicano de gobierno, enmarcado dentro de una Federación de estados libres y soberanos en su gobierno interno.
¿Por qué se dice cuando hablamos del movimiento de Reforma que se logró el establecimiento del Estado Mexicano?
Pues por la sencilla razón de que al lograr la separación de la Iglesia y el Estado este último, como entidad pública viable, pudo subsistir, además del nacimiento de una sociedad laica, libre de las ataduras confesionales de cualquier credo y de la manipulación tanto del registro civil como del manejo de los cementerios. No hay que olvidar que hasta antes de la promulgación de las Leyes de Reforma no existía la institución del Registro Civil que para todo ciudadano, hoy en día, es tan común, adonde acudimos con la mayor naturalidad a registrar a un recién nacido, a contraer nupcias o a solicitar un certificado de defunción.
Podemos afirmar que con la creación del Registro Civil obtuvo carta de naturalización el concepto de “ciudadano”, que hasta antes del 23 y el 28 de julio de 1859, en que se publicaron la Ley del Matrimonio Civil y la Ley del Registro Civil, estaba condicionado a una Fe de Bautismo o acta de matrimonio religioso, así como también el certificado de defunción.
El concepto de laicidad en la sociedad mexicana es una aportación única e impostergable que el movimiento de Reforma aportó y fue sin lugar a dudas una de las llaves que abrieron la puerta a la modernidad y posibilitaron un cambio real en el país, rompiendo para siempre los resabios de estructura colonial que nos ataban e impedían que el Estado como tal prosperara. No podía el Estado Mexicano subsistir teniendo dentro de su propia estructura a una institución tal vez más poderosa que él, y no sólo por su dominación de conciencia o confesional, sino por el poder económico real que detentaba a través de las rentas de todos sus bienes.
Es muy importante que el ciudadano hoy en día comprenda perfectamente la atadura que representaba para el desarrollo de la sociedad y del Estado mismo estar sujeto a una institución que además de administrar la creencia religiosa de la mayoría de la población, monopolizaba la educación y la vida de los ciudadanos. Curiosamente, quienes pregonaban el centralismo político en el país lo hacían de la mano de la Iglesia y su clero que, detentando gran parte de la propiedad inmobiliaria y de tierras, retenía en su poder la mayor parte de la riqueza del país y maniataba cualquier reforma que el Estado intentara hacer para el desarrollo del mismo. Los famosos “Bienes de Manos Muertas”, generados durante las crisis agrícola-económicas en el siglo XVIII como respuesta de una economía cerrada que impedía la creación de un mercado interno, precisamente en manos de la Iglesia, bloqueaban toda posibilidad de desarrollo y este tipo de bienes afectaban a la casi totalidad de la propiedad territorial del país, donde “la Hacienda”, principal unidad de producción agrícola del país, permanecía inactiva bajo pesadas hipotecas. Casi la mitad de la propiedad de la tierra en el medio rural estaba en manos del clero y gran parte de los bienes inmuebles en el medio urbano.
¿Qué sucedió en el siglo XVIII con la agricultura, la economía y el desempleo? Por todos es sabido que el milagro mexicano de la agricultura está intrínsecamente ligado a la lluvia, la cual se genera por la posición estratégica que México tiene entre dos océanos y a la afluencia, de manera periódica, de fenómenos meteorológicos que abastecen y llenan tanto las presas como los mantos acuíferos. Hoy, el país cuenta con un eficiente sistema hidráulico de presas y canales de riego que integran muchas hectáreas a la superficie cultivada y, aun así, en varias partes del norte de nuestro territorio la sequía hace presa a muchos estados. Imaginémonos en el siglo XVIII, cuando si bien es cierto que las cuencas lacustres y muchos ríos del altiplano, como el Lerma, eran verdaderos portentos de riego que hicieron de la región de “El Bajío” el granero del México de entonces, de ese México que poco después conoció el Barón de Humboldt, ¿qué sucedía en esa época con la agricultura al faltar la lluvia y bajar el caudal de los ríos? A partir de la segunda mitad del siglo XVIII –apunta Enrique Florescano, connotado historiador del Colegio de México– el territorio nacional se vio afectado por una serie de irregularidades en el régimen de precipitaciones pluviales, situación que generó sequía y año tras año malogró las cosechas, en especial las de maíz, grano básico no sólo para la alimentación de la población, sino principal forraje energético que movía toda la fuerza de carga de la época (bestias de carga). En ese momento, el maíz era para México lo que hoy en día representa el petróleo. Por otro lado, la visión cerrada y obtusa de la economía novohispana, frenada por la metrópoli, desquiciaba a los productores, que no sabían cómo actuar o qué hacer con sus excedentes de grano cuando había abundancia y se desplomaban los precios. La oferta y la demanda, presentes siempre en nuestra economía capitalista subdesarrollada, comenzaron a hacer estragos. Cuando la lluvia era copiosa y los cosechas buenas el precio del grano se desplomaba y los hacendados perdían; cuando la sequía se enseñoreaba y la cosecha era poca, los precios se elevaban, había carestía, hambre, miseria, desempleo; claro está, todo esto provocado por la caída de la minería como actividad predominante del país y las crisis internacionales.
Ante este sombrío panorama, la falta de alguna institución financiera o banca refaccionaria y la poca visión de los terratenientes, no se les ocurrió otra cosa que recurrir a los préstamos a la Iglesia o a las órdenes religiosas, que a través de una hipoteca comenzaron a facilitar dinero a los agricultores. Si un hacendado tenía como competidores a otras haciendas con las que lindaba su propiedad, no se le ocurría mejor cosa que comprar las tierras aledañas a las de él para dejarlas improductivas y así el maíz producido por su hacienda tuviera precio. Resultado de estas catastróficas medidas, a las que se unían o la escasez prolongada o la abundancia seguida de agua, fue, según los entendidos en el negocio de entonces, el control de los precios del grano, pero la realidad fue que toda esta situación promovió una gran migración de campesinos desempleados hacia los centros urbanos, la pérdida de sus tierras para quienes las cosechas no eran favorables y no pudieron pagar sus hipotecas vencidas, que se acumulaban una sobre otra. Todo esto produjo el tan conocido acaparamiento de las tierras en manos de la Iglesia, que, además de no producir ni generar ingresos, obstaculizaba el crecimiento de la economía y así, este grave problema, estudiado de manera minuciosa –como ya lo he referido– por Enrique Florescano, vino a ser, por qué no reconocerlo, una de las causas que prohijó el descontento de las masas a finales del siglo XVIII y principios del XIX que engrosaron las filas de la insurgencia.
¿Puede un Estado subsistir teniendo a la par una institución que controla y administra la única creencia religiosa instituida y aceptada por la mayoría de la población, controla la educación, expide certificados de nacimiento, matrimonio y defunción, administra hospitales y fundaciones de asistencia social, controla gran parte del padrón inmobiliario, tiene gran parte de la propiedad de tierras en el medio rural y, por si esto fuera poco, recibe los réditos e intereses de los préstamos que, haciendo las veces de banca, otorga? Era tal la injerencia de la Iglesia en la vida institucional del país que baste recordar la existencia del Ministerio de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, donde la justicia, la religión y la educación se veían como tres asuntos muy relacionados entre sí. De aquí la importancia de que el 12 de julio de 1859 se haya proclamado la Ley de Nacionalización de Bienes Eclesiásticos.
La separación de la Iglesia y el Estado era un problema vital para la subsistencia del Estado, era un problema grave a resolver para sanear las finanzas públicas, para reactivar la economía misma del país, para dar paso a la modernidad y brindarle a la población las bondades de la laicidad, era un problema de duplicidad de competencia, de usurpación de funciones. En una palabra, o se daba este cambio o el Estado se hundiría en medio de tanta contradicción. El paso del México colonial al México moderno lo dio el movimiento de Reforma y justo es reconocer el mérito de quienes empeñaron en ello no sólo su palabra e ideas, sino su vida misma.
No se puede entender la historia de este país sin hombres de la talla de Valentín Gómez Farías, José María Luis Mora, Juan N. Álvarez, Ignacio Comonfort, Benito Juárez, Guillermo Prieto, Ponciano Arriaga, Miguel y Sebastián Lerdo de Tejada, Ignacio L. Vallarta, Francisco Zarco, Ignacio Cumplido, Vicente Riva Palacio Guerrero, Manuel Paynó, Jesús González Ortega, Santos Degollado, Melchor Ocampo, Leandro Valle, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, José María Iglesias e incluso el mismo Porfirio Díaz Mori, héroe del 2 de abril, entre los más destacados de quienes hicieron posible el movimiento de Reforma que llevó a México como nación independiente a ir escalando los peldaños no sólo de la modernidad como ya lo hemos repetido, sino a afianzarse como un Estado dentro del concierto de los países del mundo.
Pasada la euforia del 27 de septiembre de 1821, afirma el brillante y talentoso Justo Sierra en su libro Evolución Política del Pueblo Mexicano, cuando la nación alcanzó su independencia del imperio español, la idea de que era imprescindible e impostergable realizar una reforma radical a la estructura socioeconómica heredada de la Colonia no se hizo esperar, pues las contradicciones propias del sistema empezaron a dejarse sentir en la inestabilidad política que caracterizó a los gobiernos que se sucedieron en el poder de 1829 a 1854 y el estallido de la revolución de Ayutla marcó el inicio de lo que se venía gestando desde 1833, en que Valentín Gómez Farías como presidente interino intentó, con la asesoría y fundamentación ideológica del Dr. José María Luis Mora, llevar a cabo la primera reforma, pero no tuvo éxito debido a que Santa Anna regresó al poder. Una vez consumada la revolución de Ayutla y sucediéndose en la presidencia de la República Juan N. Álvarez e Ignacio Comonfort, se expiden tres leyes a las que bien podríamos ubicar como dentro de una segunda etapa de la Reforma: la Ley Juárez (Ley de Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Federación); la Ley Lerdo (Ley de Desamortización de Bienes de la Iglesia y de Corporaciones) y la Ley Iglesias (El Decreto o Ley sobre Aranceles Parroquiales y el Cobro de Derechos y Obvenciones), expedidas y publicadas siendo Benito Juárez ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública en el gobierno de Juan N. Álvarez; Miguel lerdo de Tejada, ministro de Hacienda en el gobierno de Ignacio Comonfort, y José María Iglesias, ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública también en el gobierno de Comonfort, mismas que, al igual que la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos del 5 de febrero de 1857, trataron de aplicarse con serias restricciones y abortaron como proyectos viables al estallar el 17 de diciembre de 1857 el Plan de Tacubaya y declararse abiertas las hostilidades de la guerra de Reforma.
La Ley de Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Federación, expedida el 23 de noviembre de 1855, conocida como la Ley Juárez, tenía por objetivo suprimir los fueros militares y eclesiásticos en los negocios civiles, por lo tanto los tribunales de las dos corporaciones, Iglesia y Ejército, debían concretarse a intervenir en los asuntos de su competencia y no en los asuntos civiles.
La Ley de Desamortización de Bienes de la Iglesia y de Corporaciones, expedida el 25 de junio de 1856 y conocida como la Ley Lerdo, obligaba a las corporaciones civiles y eclesiásticas a vender las casas y terrenos que no estuvieran ocupando a quienes los arrendaban, para que esos bienes produjeran mayores riquezas, en beneficio de más personas.
El Decreto o Ley sobre Aranceles Parroquiales y el Cobro de Derechos y Obvenciones, que se expidió el 11 de abril de 1857 y se conoce como la Ley Iglesias, prohibió el cobro de derechos y obvenciones parroquiales que hasta entonces exigían los sacerdotes a los pobres, considerándose pobres aquellas personas que no obtuvieron a través de su trabajo personal más de la cantidad diaria indispensable para la subsistencia.
De manera paralela a todo este desenlace, el Congreso elige como Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el 20 de noviembre de 1857, a Benito Juárez García, cargo del que solicita licencia el mismo uno de diciembre en que había tomado posesión, al ser nombrado por Ignacio Comonfort Secretario de Gobernación. Comonfort, al proclamarse el Plan de Tacubaya, desconoce la Constitución de 1857 y adquiere facultades omnímodas de parte del Congreso, tomando como una de sus primeras medidas el encarcelamiento de Juárez. Este revés en la política hacia los liberales y el hecho de haber traicionado los principios emanados del Constituyente de 1857, lo alejan del grupo liberal, que desde ese momento se convierte en su enemigo y no logra conciliar intereses con los conservadores, quienes tácitamente lo desconocen al autonombrarse presidente de la República Félix Zuloaga, el 11 de enero de 1858. Ante esta delicada situación Comonfort decide liberar a Juárez, quien en esas circunstancias, en defensa de la legalidad, se constituye en Presidente Sustituto de la República y enarbola desde ese momento la lucha por las libertades, la Reforma y el orden constitucional recién establecido por la Constitución de 1857, quedando asentado todo esto en la carta que dirige a la nación desde la ciudad de Guanajuato el 18 de enero de 1858 para explicar el por qué de su acción y cómo, de acuerdo a los preceptos constitucionales de 1857, artículos 79 y 82, el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sustituiría las ausencias del presidente de la República, carta que transcribo a continuación dada la importancia de ésta.
El C. Benito Juárez, Presidente de la Suprema Corte de Justicia, encargado del Poder Ejecutivo de la Nación, a los habitantes de la misma:
Mexicanos: el gobierno constitucional de la República, cuya marcha fue interrumpida por la defección del que fue depositario del poder supremo, queda restablecido. La carta fundamental del país ha recibido una nueva sanción, tan explícita y elocuente, que sólo podrán desconocerla los que voluntariamente quieran cerrar los ojos a la evidencia de los hechos.
Los hombres que de buena o mala fe repugnaban aceptar las reformas sociales que aquel código establece para honor de México y para bien procomunal, han apurado todos sus esfuerzos a fin de destituirlo. Han promovido motines a mano armada poniendo en peligro la unidad nacional y la independencia de la República, han invocado el nombre sagrado de nuestra religión haciéndola servir de instrumento a sus ambiciones ilegítimas, y queriendo aniquilar de un solo golpe la libertad que los mexicanos han conquistado a costa de todo género de sacrificios, se han servido hasta de los mismos elementos del poder que la nación depositara para la conservación y defensa de sus derechos en manos del jefe, a quien habían honrado con su ilimitada confianza. Sin embargo, tan poderosos como han sido esos elementos, han venido a estrellarse contra la voluntad nacional, y sólo han servido para dar a sus promovedores el más cruel de los desengaños, y para establecer la verdad práctica de que de hoy en adelante los destinos de los mexicanos no dependerán ya del arbitrio de un hombre solo ni de la voluntad caprichosa de las facciones, cualesquiera que sean los antecedentes de los que las forman.
La voluntad general expresada en la Constitución y en las leyes de la nación se ha dado por medio de sus legítimos representantes, es la única regla a que deben sujetarse los mexicanos para labrar su felicidad a la sombra benéfica de la paz. Consecuente con este principio que ha sido la norma de mis operaciones y obedeciendo al llamamiento de la nación, he reasumido el mando supremo luego que he tenido libertad para verificarlo. Llamado a este supremo puesto por un precepto constitucional y no por el favor de las facciones, procuraré en corto periodo de mi administración que el gobierno sea el protector imparcial de las garantías individuales, el defensor de los derechos de la nación y de las libertades públicas. Entretanto se reúne el Congreso de la Unión a continuar sus interesantes trabajos, dictaré las medidas que las circunstancias demandan, para expeditar la marcha de la administración en sus distintos ramos, y para restablecer la paz. Llamaré al orden a los que con las armas en la mano o de cualquier manera niegan la obediencia a la ley y a la autoridad, y si por alguna desgracia lamentable se obstinasen en seguir la senda extraviada que han emprendido, cuidaré de reprimirlas con toda la energía que corresponde, haciendo respetar las prerrogativas de la autoridad suprema de la República.
Mexicanos: sabéis ya cuál es la conducta que me propongo seguir, prestadme vuestra cooperación: la causa que sostenemos es justa y confiemos en que la Providencia Divina la seguirá sosteniendo como hasta aquí.
Guanajuato, enero 18 de 1858. Benito Juárez
A partir de 1958 Juárez comienza su primer peregrinaje en pos de cumplir y hacer cumplir la Constitución Política de 1857 y la aplicación de las ya famosas Ley Juárez, Ley Lerdo y Ley Iglesias. De Guanajuato, Juárez y su gabinete pasan a Guadalajara, donde se suscita el episodio histórico de que ante el intento de asesinato del presidente de la República, interponiéndose entre el presidente y los soldados Guillermo Prieto los arenga a deponer las armas, diciéndoles: los valientes no asesinan.
En relación con toda esta serie de acontecimientos que hoy recordamos sería importante hacer un paréntesis para reflexionar en los personajes que encabezaron esta epopeya, en la época y en las condiciones en que se movían. Hoy en día una orden desde Los Pinos conecta a todos los medios de comunicación a la residencia presidencial y en cadena nacional todos se enlazan para escuchar el mensaje del presidente. ¿Se imaginan hace ciento cincuenta años cuánto tardaron los ciudadanos de la República en enterarse del comunicado de Juárez, impreso a manera de Bando y pegado con engrudo en las plazas públicas de las poblaciones? Obviamente de las poblaciones donde los liberales eran mayoría o tenían simpatizantes que se arriesgaban a pegarlo. Y así, con el paso de los días, semanas, meses, la noticia iba llegando, en ocasiones distorsionada, hasta los rincones más apartados del país, situación que facilitaba los movimientos de ambos bandos y el país se convertía en un tablero de ajedrez.
La distancia, medida en leguas entre una y otra ciudad, requería de días enteros de recorrido, jornadas extenuantes entre mesón y mesón, además de que no es igual el recorrido de un solo jinete a la caravana de carretas y carruajes, más los aperos militares requeridos para el resguardo y poder contraatacar en caso de alguna emboscada. Entre Guanajuato y Guadalajara había una distancia de 64 leguas (el equivalente en kilómetros serían 268.16, aproximadamente, pues una legua medía 4,190.00 metros), cifra relativamente corta y equidistante con lo que se hacía de Guadalajara, 64 leguas también, precisamente por el famosísimo Camino Real de Colima, hasta el puerto de Manzanillo, eso si el camino no estaba copado por el enemigo, según lo asienta la publicación de 1856 denominada Itinerarios y Derroteros de la República Mexicana, de José J. Álvarez y Rafael Durán, publicado por la imprenta de José A. Godoy y reimpreso en 1865 por la imprenta de Ignacio Cumplido.
Recorrer el país en carreta y convertir incluso ésta en despacho presidencial no era tarea fácil; ahora imaginémonos embarcarse en Manzanillo, en velero, para navegar hasta el Istmo de Panamá y ahí, en plena jungla, atravesarlo para continuar hacia Cuba o Nueva Orleáns. ¿Quién proveía toda la logística?, ¿quién hacía todos los arreglos, traslados, conseguía fondos? Realmente eran campañas titánicas, sostenidas por la entereza y fortaleza de hombres que, conscientes de su deber, luchaban por los ideales que les devolverían la patria añorada para ellos, sus hijos y las generaciones venideras.
Por otro lado, es importante aquí acotar que en un país polarizado como lo era el nuestro, al paso de los años, de muchos años, se seguía abominando la figura de Juárez, en especial en varios sectores de la población de formación muy confesional, en que se le veía como un detractor de la Iglesia Católica y come curas, situación por demás injusta y falsa, pues Benito Juárez, con todo y haber pertenecido a la masonería, jamás abjuró de su religión y lo demuestra el hecho de que en el mismo manifiesto a la Nación del 18 de enero de 1858 lo deja muy claro, al afirmar: “…Han promovido motines a mano armada poniendo en peligro la unidad nacional y la independencia de la República, han invocado el nombre sagrado de nuestra religión haciéndola servir de instrumento a sus ambiciones ilegítimas, y queriendo aniquilar de un solo golpe la libertad que los mexicanos han conquistado a costa de todo género de sacrificios…”
Ante el avance del ejército conservador, Juárez y su gobierno se trasladan a Manzanillo y de ahí embarcan rumbo a Panamá, Cuba y Nueva Orleáns, para posteriormente regresar por el oriente y desembarcar en el puerto de Veracruz, donde se establece, con el total apoyo del gobernador liberal del estado, general Manuel Gutiérrez Zamora, el gobierno federal el 4 de mayo de 1858, hasta el triunfo de la Guerra de Reforma y desde donde el presidente Benito Juárez promulga a la nación las Leyes de Reforma (12, 23, 28 y 31 de julio de 1859). Con la batalla de Calpulalpan, el 22 de diciembre de 1860, en que el general Jesús González Ortega derrota a los ejércitos conservadores al mando del general Miguel Miramón, los liberales ganan la guerra y el uno de enero de 1861 hacen su entrada en la ciudad de México.
Durante la estancia de los poderes federales en el puerto de Veracruz, Juárez y su gente son acogidos con mucha cordialidad y solidaridad, al grado de que el presidente y sus ministros hacen vida normal con todo y sus familias. Benito Juárez, en compañía de doña Margarita Maza de Juárez y sus hijos, habitó la casa que se encontraba en la confluencia de las hoy calles Zamora y Madero, y tan hacían vida normal, que cuando le avisaron del triunfo de las fuerzas liberales al mando de Jesús González Ortega el presidente y su gabinete se encontraban en una función de ópera en el entonces Teatro Principal, hoy Teatro Francisco Clavijero.
En julio de 1859, a escasos dos años de haber sido proclamada la Constitución Política de 1857, el entonces presidente interino constitucional de la República, Lic. Benito Juárez García, dio a conocer, el 7 de julio desde el puerto de Veracruz, sede del gobierno constitucional, un manifiesto a la nación en el que explicaba el Programa de Gobierno durante su permanencia en Veracruz y en especial la parte relativa al Programa de Reforma, que básicamente consistía en los siguientes seis puntos:
1º. Adoptar como regla general invariable la más perfecta independencia entre los negocios del Estado y los puramente eclesiásticos.
2º. Suprimir todas las corporaciones de regulares del sexo masculino, sin excepción alguna, secularizándose los sacerdotes que actualmente hay en ellas.
3º. Extinguir igualmente las cofradías, archicofradías, hermandades, y en general todas las corporaciones o congregaciones que existen de esa naturaleza.
4º. Cerrar los noviciados en los conventos de monjas, conservándose los que actualmente existen en ellos con los capitales o dotes que cada una haya introducido, y con la asignación de lo necesario para el servicio del culto en sus respectivos templos.
5º. Declarar que han sido y son propiedad de la nación todos los bienes que hoy administra el clero secular y regular, con diversos títulos, así como el excedente que tengan los conventos de monjas, deduciendo el monto de sus dotes, y enajenar dichos bienes, admitiendo en pago de una parte su valor, títulos de la deuda pública y de capitalización de empleos.
6º. Declarar, por último, que la remuneración que dan los fieles a los sacerdotes, así por la administración de los sacramentos como por todos los demás servicios eclesiásticos, y cuyo producto anual, bien distribuido, basta para atender ampliamente al sostenimiento del culto y sus ministros, es objeto de convenios libres entre unos y otros, sin que para nada intervenga en ellos la autoridad civil.
El 12 de julio de 1859 se expide el decreto conocido como Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos; el 23 de julio de 1859, el decreto conocido como Ley de Matrimonio Civil; el 28 de julio de 1859, el decreto conocido como Ley Orgánica del Registro Civil; el 31 de julio de 1859, el decreto en que se Declara que Cesa toda Intervención del Clero en los Cementerios y Camposantos y el 11 de agosto de 1859, la Ley de Días Festivos.
Se conoce, pues, como Las Leyes de Reforma en sí a las expedidas en su mayoría en julio de 1859 en el puerto de Veracruz, aunque posteriormente se hayan expedido tres más: la Ley de Libertad de Cultos, el 4 de diciembre de 1860; la Ley sobre Hospitales y Beneficencia, ya en 1861, y la relativa a la extinción de las Comunidades Religiosas, en 1863; todas ellas en realidad eran una ampliación o extensión de la ley del 12 de julio de 1859, que delimitó para siempre la separación tajante de la Iglesia y el Estado.
Leyes de Reforma expedidas en el año de 1859
Leyes de Reforma expedidas después de la “Guerra de Tres Años”
Conocer, aunque sea de manera muy somera, algunos datos sobre quienes hicieron posible el movimiento de Reforma llevado a cabo entre 1858 y 1860, hurgar en los anales personales de su historia y de los acontecimientos en que participaron, es por demás interesante y necesario. Contemporáneos y de edades similares, la mayoría de ellos nacidos en plena lucha de independencia –unos al principio y otros al consumarse–, coincidieron en diferentes situaciones. Algunos fueron condiscípulos entre ellos y destacados hijos del Colegio de San Ildefonso; colegas de partido y compañeros de cámara, en especial del Constituyente de 1856, y otros, compañeros de armas durante la intervención norteamericana o compañeros en el exilio, donde los confinaban las circunstancias. Los hubo procedentes de estados como Guerrero, México, Michoacán, Guanajuato, San Luis Potosí, Jalisco, Durango, Oaxaca y Veracruz, principalmente, y los unía la visión del México que querían, conscientes de que para ello era de vital importancia instaurar el camino de la legalidad y, a través de ésta, transitar hacia el cambio pacífico por medio de una convocatoria para renovar el texto constitucional de 1824, que en varios aspectos había quedado inconcluso, como lo eran el capítulo de garantías individuales y lo relacionado con el juicio de amparo, que se había agregado tardíamente el 21 de abril de 1847, a iniciativa del diputado José Mariano Otero. Otra situación que había que prever en la nueva Constitución a promulgar era la de reformar u omitir el artículo tercero de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824, en que se asentaba: La religión de la Nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra, para evitar toda sujeción a la Iglesia como corporación poderosa, dejando claro que la Reforma no tenía regreso y para ello, en esta ocasión, el artículo tercero versó sobre la educación.
Si bien es cierto que el texto constitucional de 1857 comienza: En el nombre de Dios, ya reconoce que la soberanía reside en el pueblo al agregarle: y con la autoridad del PUEBLO MEXICANO, concepto que no contemplaba la anterior Constitución.
Tanto la Revolución de Ayutla, incluso invocada en los preliminares de la Constitución de 1857, como ésta misma tenían como objetivo fundamental transformar de manera pacífica la sociedad mexicana mediante el establecimiento de un orden constitucional que legislara el cómo, cuándo y de qué manera se debían hacer las cosas para dejar atrás todo resabio de colonialismo y transitar hacia la modernidad. Todo parecía indicar que las cosas caminarían de acuerdo con el pacto constitucional pero, a los pocos días de que Ignacio Comonfort había jurado como presidente constitucional para un periodo de cuatro años, rompió el pacto, se alió con los conservadores envalentonados por la Iglesia, su clero y los intereses extranjeros proclives a la intervención y al imperialismo, y desconoció la Constitución, misma que había jurado, volviendo el estado de cosas en el país a como se encontraba antes del uno de marzo de 1854.
Lógico, quienes de buena fe habían participado en todo este proceso y habían aportado lo mejor de sus capacidades se vieron en la imperiosa necesidad de defender la Constitución de 1857, reinstalar el orden roto y caminar de acuerdo con la legalidad.
Cada uno de estos personajes, unos más que otros, aportaron lo mejor de sí mismos a la causa de la libertad, de la justicia, de la legalidad, de la independencia. Juárez a la cabeza, dado que históricamente y por mandato constitucional a él le tocó encabezar la lucha, sostener la República y velar porque se cumpliera con la legalidad, fue inflexible en la consecución de sus fines y nunca titubeó en lo que debía hacer. Sebastián Lerdo de Tejada y José María Iglesias Inzáurraga fueron condiscípulos en San Ildefonso desde jóvenes y, curiosamente, fueron también quienes acompañaron al presidente Juárez en su peregrinar por el país entre 1863 y 1867; Melchor Ocampo y Santos Degollado cultivaban una buena amistad, nacida en Morelia Michoacán. Vallarta, Arriaga e Ignacio Ramírez coincidieron con sus ideas en el Constituyente del 56 y se hacían eco con la crónica que de las sesiones del Constituyente redactaba Francisco Zarco.
Intelectuales, hombres de leyes y letras, periodistas, juristas consumados, abogados litigantes, historiadores, maestros eméritos y pedagogos, filósofos, militares disciplinados, funcionarios públicos, ministros de la corte, secretarios de Estado, legisladores, todos ellos asumieron su papel en tiempo y forma y nunca vacilaron en dar la vida por la causa; echemos, pues, aunque sea un vistazo somero a las vidas de toda esta pléyade de próceres y que estos pequeños textos sirvan de incentivo al lector para ahondar más en las vidas de quienes en su momento cumplieron, de acuerdo con sus convicciones, con desempeñar el papel para el que la sociedad los llamó. En estas pequeñas síntesis biográficas he considerado sólo a 14 personajes pues, como se dice generalmente, “ni están todos los que son, ni son todos los que están”, pero sí los más significativos por su participación directa, sobre todo en la etapa de 1858-1860.
La inclusión de Valentín Gómez Farías y José María Luis Mora, autores de la “primera Reforma”, planteada como tal durante la vicepresidencia y presidencia interina de Valentín Gómez Farías en 1833, tiene por objetivo destacar la presencia de quienes en realidad sentaron las bases del cambio y de quien, en el caso del Dr. Mora, se convirtió en el ideólogo del movimiento de Reforma, no obstante estar él radicando en París, desde donde publica sus obras México y sus revoluciones (1936) y Obras Sueltas (1937), que se convirtieron en libros de cabecera, fundamentales para el estudio de la situación que imperaba en México y que sin duda dejaron honda huella en los jóvenes liberales del momento. Sin estos dos personajes, clave para el germen y evolución del movimiento de Reforma, no podemos entender lo que 26 años más tarde se iba a dar en el puerto de Veracruz, sede del gobierno liberal y, por qué no decirlo, del gobierno legítimo, instituido bajo la legalidad de la Constitución Política de 1857 y conformado por quienes, antes que nada, apostaron todo al imperio de la ley y la justicia.
Nacido el 12 de octubre de 1794 en la entonces población de San Miguel Chamacuero, de la Intendencia de Guanajuato (hoy Ignacio Comonfort), es sin lugar a dudas el ideólogo más importante que tuvo el movimiento de Reforma desde su temprana y primera etapa, entre los años de 1833 y 1834, bajo la breve y primera presidencia de Valentín Gómez Farías. Clérigo de profesión, dado que alcanzó tanto la licenciatura como el doctorado en Teología para poco después obtener el título de abogado e incursionar también, entre otras cosas, dentro del campo de las letras, fue el pensador fundamental de los primeros intentos serios de llevar a cabo en este país reformas sustantivas y de fondo que afianzaran la supremacía del Estado sobre corporaciones como la iglesia católica o el ejército como grupo. De extracción acomodada, hijo de españoles peninsulares, vio mermada la riqueza de sus padres con el movimiento de Independencia, cuando él contaba apenas con dieciséis años. Realizó sus primeros estudios en Querétaro para después proseguirlos en San Ildefonso, en la ciudad de México, donde, dadas sus inquietudes político-literarias, participó en la edición de las revistas El semanario Político y Lliterario y El Observador. Aunque simpatizó con el Plan de Iguala se opuso a la entronización de Iturbide como emperador; en las ciudades de Toluca y Texcoco participó como diputado en la legislación local y tomó parte en la redacción de la primera constitución local. En 1830 publica su obra Catecismo de la Federación Mexicana y comienza a incursionar y a asesorar a los grupos de liberales de la época partidarios del federalismo.
Su obra escrita y sus importantes apreciaciones e interpretaciones sobre el desarrollo de nuestra historia inspiraron a la praxis inmediata durante la breve administración de Valentín Gómez Farías, que como vicepresidente, y ante la ausencia del presidente Santa Anna, impulsó una serie de reformas y leyes donde la pluma y el consejo de Mora eran evidentes, sobre todo en las reformas a la educación y en la limitación a los fueros del clero y el ejército. Como asesor en la creación de la Dirección General de Instrucción Pública fundó la Biblioteca Nacional de México y prohijó proyectos como el de desaparecer la Universidad Pontificia y reforzar los colegios de San Ildefonso y el de Minería, así como la Escuela Nacional de Medicina. Al regreso de Santa Anna a la presidencia de la República, Mora decidió exiliarse en Europa y fijó su residencia en París, desde donde publicó sus obras México y sus revoluciones (1836) y Obras Sueltas (1837), que se convirtieron en libros fundamentales para el estudio de la situación que imperaba en México y que sin duda fueron bien acogidos por los jóvenes políticos de la época, como Mariano Otero, Ponciano Arriaga, el mismo Valentín Gómez Farías, Benito Juárez, Melchor Ocampo, Guillermo Prieto y toda una pléyade de jóvenes liberales miembros del partido que abogaba por el establecimiento del sistema federal de gobierno.
Durante 1847, año en que Valentín Gómez Farías vuelve a la presidencia en plena Intervención Norteamericana, y ante la ausencia de Santa Anna que marcha al frente de batalla, al asumir de nueva cuenta la presidencia nombra a Mora Ministro Plenipotenciario ante Inglaterra para que tratara de interesar a los ingleses en la causa de México y contraatacar de alguna manera a los estadounidenses. Durante este periodo son famosas sus cartas dirigidas al gobierno de México, al propio Santa Anna, en que reflexiona sobre los acontecimientos, manteniéndose al tanto de lo que sucedía en el país y haciendo sus agudos y visionarios comentarios en torno a los problemas estructurales de la sociedad mexicana.
Nacido el año del estallido de la Revolución Francesa, paradójicamente 56 años después muere precisamente un 14 de julio, cuando en París se celebraba el 56 aniversario de la Toma de la Bastilla. Sus restos fueron traídos a México en 1863 y descansan en la Rotonda de los Hombres Ilustres del Panteón de Dolores.
Nacido el 14 de febrero de 1781 en la ciudad de Guadalajara, provincia entonces de la Nueva Galicia, hijo de José Lugardo Gómez de la Vara (español peninsular) y de María Josefa Martínez y Farías (criolla), desde muy temprana edad se destacó por su inteligencia y por su afición a la lectura; dominaba, además del castellano, el francés y el latín, lengua esta última en la que recibió sus primeras letras. Médico de profesión se trasladó a la ciudad de México, donde trabajó en el hospital de San Andrés para después irse a residir a la ciudad de Aguascalientes, donde conoció a personajes como el Lic. Francisco Primo de Verdad, precursor de la Independencia. Fue nombrado diputado a las Cortes de Cádiz y participó desde Aguascalientes en la lucha por la Independencia.
Liberal connotado, hombre de ideas, fue el iniciador de las primeras reformas liberales planteadas en el país, situación que lo llevó a ocupar en varias ocasiones la vicepresidencia de la República y la misma presidencia, ante la ausencia de Santa Anna. Dos veces diputado constitucionalista y signatario tanto de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos del 4 de octubre de 1824, como diputado por el estado de Zacatecas, como de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos del 5 de febrero de 1857 en su calidad de presidente de la Cámara y diputado al Congreso por su natal Jalisco.
Detrás de la figura de don Valentín Gómez Farías, autor de las primeras propuestas de reformas liberales de fondo llevadas a cabo en el país en 1833, estaba sin lugar a dudas el pensamiento de su amigo el Dr. José María Luis Mora, hombre de indiscutible talento que, como asesor de éste, pugnaba por lograr cambios de fondo necesarios para el establecimiento de una república federal y la transformación de la sociedad en la que el Estado como tal subsistiera sin las presiones y fueros de la Iglesia y el ejército. Las reformas que esgrimía Valentín Gómez Farías en ese momento eran, entre otras, propiciar la libertad de pensamiento y expresión; la desamortización de los bienes de la Iglesia; la desaparición de la Universidad Pontificia, que difundía ideas contrarias al federalismo y al cambio, sustituyéndola por la creación de la Dirección General de Instrucción Pública; la prohibición al clero y al ejército de participar en política; la creación de más y mejores escuelas, la fundación de escuelas normales para maestros. Durante su presidencia interina, en 1833, sacuden a la capital del país violentos sismos, asumiendo éste, aún presidente de la República, sus funciones como médico, auxiliando personalmente a la población que resultó herida por ese siniestro. Con motivo de las reformas de 1833, sus adversarios, afines al clero y al centralismo, le apodaban Gómez Furias.
Al regresar Santa Anna a la presidencia en 1834, Gómez Farías sale del país al ser perseguido por sus ideas liberales; sin embargo, en 1846, ante la inminente invasión norteamericana, el Congreso vuelve a nombrar vicepresidente a Gómez Farías, quien en realidad se encargaba de la administración del país al integrarse Santa Anna a la lucha armada.
Perseguido nuevamente por Santa Anna al convertirse éste en dictador, regresa al país al triunfo de la revolución de Ayutla y se incorpora al grupo constituyente a que convoca Juan N. Álvarez como diputado por el estado de Jalisco y, dada su recia y reconocida personalidad, es nombrado presidente de la Cámara, donde alterna con Ponciano Arriaga, Ignacio Ramírez, Francisco Zarco, Guillermo Prieto y su propio hijo, Benito Gómez Farías. Antes de su fallecimiento ve realizado, en parte, su sueño de que el país entrara en la era de las reformas que tanto él como Mora habían propuesto; tiene la satisfacción de presenciar la promulgación de la Constitución Política de 1857, lamentando las inconsistencias y traición a los principios liberales por parte de Comonfort y el estallido de la Guerra de Reforma, que por espacio de tres años habría de desangrar a la nación.
Muere en la ciudad de México el 5 de julio de 1858.
Prócer de la insurgencia y la Reforma, fue el artífice militar que entronizó a los intelectuales que le dieron forma a los cambios que el país necesitaba en los inicios de la segunda mitad del siglo XIX. Nació en Atoyac, Gro. (hoy Atoyac de Álvarez), el 27 de enero de 1790. En noviembre de 1810, contando con veinte años de edad, se unió a las fuerzas de don José María Morelos y Pavón como soldado raso y rápidamente ascendió a capitán dado su valor a toda prueba e inteligencia, que le valieron el reconocimiento de sus superiores. Se cuenta como anécdota que el generalísimo Morelos le decía de cariño “galleguito”, por su apariencia y tez blanca. Correligionario de Hermenegildo Galeana, Vicente Guerrero y Nicolás Bravo, próceres del movimiento de Independencia oriundos de la misma región del sur de la república que posteriormente se convertiría en el estado de Guerrero, le sobrevivió a los tres y se convirtió en todo un personaje de leyenda que consagró su vida a las mejores causas del país. En 1821 logró tomar para las fuerzas insurgentes de Guerrero el puerto de Acapulco, hecho por el que le concedieron el cargo de comandante general de la plaza. A partir de ese momento y durante 45 años fue uno de los principales caudillos militares del país y una figura política de primera magnitud.
Dada su militancia desde muy temprana edad en las filas de la insurgencia y nutrido desde ese momento de las ideas republicanas del Congreso de Chilpancingo, siempre fue un decidido defensor de la República, de la causa de la Federación y de las ideas liberales. Desde un principio se opuso a Iturbide cuando éste se proclamó emperador y trató, aunque sin éxito, de salvarle la vida a Vicente Guerrero cuando, traicionado por Bustamante, fue apresado y fusilado en Oaxaca en 1830.
Siempre combatió el centralismo. Enemigo acérrimo de Santa Anna y Bustamante, los desafió desde las montañas del sur y se opuso de manera enérgica a la revuelta de 1833, que defendía la consigna “religión y fueros”. En 1845 pacificó el sur del país usando, más que las armas, la persuasión y el ofrecimiento de resolver los problemas, dado a la ascendencia que tenía sobre las gentes y a su gran carisma personal. Declaró que para que los indios fueran pacíficos productores no hacía falta recurrir a las armas, sino protegerlos de los hacendados y de quienes los despojaban de sus tierras, hecho por lo que nunca en realidad licenció sus tropas, pues mantenía en torno suyo a un grupo de aguerridos soldados que lo protegían; incluso, cuando se dio la revolución de Ayutla y llegó hasta la ciudad de México, la gente hablaba de sus “batallones de pintos”, mal que aquejaba a parte de sus leales soldados. Gracias a esto siempre dispuso de un ejército la División del Sur y constituyó un cacicazgo de tipo paternalista.
En 1847 acudió a defender la capital contra la invasión norteamericana. Fue gobernador de Guerrero de 1849 a 1853, apoyó el Plan de Ayutla y cuando triunfó la revuelta, fue elegido presidente provisional el 4 de octubre de 1855. En los pocos meses que duró en el cargo convocó al Congreso que emitió la Constitución de 1857, además de promulgar la Ley Juárez, con la cual se suprimían los fueros del clero y del ejército.
En 1861 fue declarado Benemérito de la Patria y al ocurrir la invasión francesa una vez más defendió nuestro suelo al frente de la División del Sur. Tuvo la fortuna de que antes de morir, el 21 de agosto de 1867, la república por la que tanto luchó estuviera restaurada.
Benito Juárez García, sin duda alguna uno de los personajes más sobresalientes del azaroso siglo XIX mexicano, es el primero de los próceres de nuestra historia que, de manera inusual, marca un hito en la movilidad social al escalar todos los niveles y estatus, ascendiendo de indígena zapoteca, sin el conocimiento siquiera del castellano, a presidente de la república, para asombro de todos los estudiosos de la sociología.
Hijo de Marcelino Juárez y Brígida García, indígenas zapotecas, nace en el caserío de San Pablo Guelatao, enclavado en la cadena montañosa conocida en ese entonces como la Sierra de Ixtlán (hoy Sierra de Juárez), al norte del estado de Oaxaca, el 21 de marzo de 1806, según se hace constar en su fe de bautizo, dado que en ésta se asienta: “En la Iglesia Parroquial de Santo Tomás Ixtlán, en 22 de marzo de 1806: yo, don Ambrosio Puche, Vicario de esta Doctrina, bauticé solemnemente a un niño que nació un día antes, a quien nombré Benito Pablo”. Huérfano a muy temprana edad queda bajo la tutela de su tío Bernardino, dedicándose a las labores del campo como peón y pastor de ovejas hasta que, en 1818, abandona su terruño y a pie, emprende el camino hacia la ciudad de Oaxaca en busca de su hermana Josefa, quien trabajaba de sirvienta en la casa del señor Antonio Maza, donde es aceptado como trabajador doméstico. Poco tiempo después es recibido como aprendiz de encuadernación en el taller del señor Francisco Antonio Salanueva, fraile lego de la Orden Terciaria Franciscana, quien lo acoge en su casa, lo enseña a leer y escribir el español, convirtiéndose desde ese momento en su protector y lo inscribe en el Seminario de la Santa Cruz.
Al declinar la carrera eclesiástica, ingresa en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca y obtiene la licenciatura en jurisprudencia a los 27 años; con el tiempo llega incluso a ser rector del mencionado instituto, donde además impartía clases aun siendo alumno. Recién egresado comienza a ejercer la abogacía y se aboca a la defensa de los indígenas en litigios de tierras. Dada su inteligencia y tenacidad asciende rápido en el desempeño de puestos en la administración municipal, es electo diputado local y desde ese escaño manifiesta su abierto apoyo a las reformas liberales propuestas por don Valentín Gómez Farías, lo que le ocasiona ser deportado del estado de Oaxaca, refugiándose temporalmente en el estado de Puebla. Al regresar a Oaxaca, años después es nombrado Juez de Primera Instancia y contrae matrimonio con Margarita Maza. En 1844 es designado Fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca.
En 1847 se traslada a la ciudad de México en calidad de diputado federal y a fines del mismo año regresa a Oaxaca en calidad de Gobernador Interino, donde se dedica de lleno a impulsar la educación en su estado, duplicando durante su periodo el número de escuelas. Es de llamar la atención el hecho de que haya puesto al servicio de la ciudadanía un escritorio público, donde cualquier persona, sin importar su condición social, pudiera solicitar una entrevista con el gobernador. Al terminar su gestión regresa a impartir clases y retoma su profesión como abogado postulante.
Después de la intervención norteamericana, al regresar Santa Anna al poder, Juárez, al igual que otros connotados liberales, es desterrado del país. Sale a Cuba y después se establece en la ciudad de Nueva Orleáns un tiempo, estancia durante la que afianza su amistad con Melchor Ocampo, Ponciano Arriaga y otros. Viaja a Panamá para llegar al puerto de Acapulco e incorporarse a la Revolución de Ayutla, poniéndose a las órdenes del general Juan N. Álvarez. Al caer Santa Anna y ocupar Álvarez la presidencia de la República es nombrado Ministro de Justicia e Instrucción Pública, época en que se promulga la Ley sobre Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios (conocida como Ley Juárez), con la que fueron abolidos los fueros y privilegios que tenían los militares y el clero en general por encima de otras personas.
En enero de 1856 retorna a su natal Oaxaca como gobernador de la entidad y al jurarse el 5 de febrero de 1857 la nueva Constitución Política éste la promueve en todo el estado. Regresa a la ciudad de México al ser electo Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el 20 de noviembre de 1857, cargo del que solicita licencia el mismo uno de diciembre en que había tomado posesión del mismo, al ser nombrado por Ignacio Comonfort Secretario de Gobernación. El 17 de diciembre de 1857 se proclama el Plan de Tacubaya, por el que se desconoce la Constitución de 1857, y Comonfort adquiere facultades omnímodas de parte del Congreso, tomando como una de sus primeras medidas el encarcelamiento de Juárez. Al autonombrarse presidente de la República Félix Zuloaga, el 11 de enero de 1858, Comonfort decide liberar a Juárez, quien en esas circunstancias se constituye en el Presidente Sustituto de la República y enarbola desde ese momento la lucha por las libertades, la Reforma y el orden constitucional recién establecido por la Constitución de 1857, quedando asentado todo esto en la cata que dirige a la nación desde la ciudad de Guanajuato el 18 de enero de 1858, en la que destaca que desde ese momento el país se regirá únicamente por el imperio de la ley, expresándolo de la siguiente manera: La voluntad general expresada en la Constitución y en las leyes de la nación se ha dado por medio de sus legítimos representantes, es la única regla a que deben sujetarse los mexicanos para labrar su felicidad a la sombra benéfica de la paz.
A partir de 1958 Juárez comienza su primer peregrinaje en pos de cumplir y hacer cumplir la Constitución Política de 1857 y la aplicación de las ya famosas Ley Juárez, Ley Lerdo y Ley Iglesias, conocidas genéricamente, en una primera etapa, como las Leyes de Reforma. De Guanajuato Juárez y su gabinete pasan a Guadalajara, donde se suscita el episodio histórico de que ante el intento de asesinato del presidente de la República, interponiéndose entre el presidente y los soldados Guillermo Prieto arenga a los soldados a deponer las armas, diciéndoles: los valientes no asesinan.
Ante el avance del ejército conservador Juárez y su gobierno se trasladan a Manzanillo y de ahí embarcan rumbo a Panamá, Cuba y Nueva Orleáns, para posteriormente regresar por el oriente y desembarcar en el puerto de Veracruz, donde se establece el gobierno federal hasta el triunfo de la Guerra de Reforma y desde donde el presidente Benito Juárez promulga a la nación las Leyes de Reforma (12, 23, 28 y 31 de julio de 1859). Con la batalla de Calpulalpan, el 22 de diciembre de 1860, en que el general Jesús González Ortega derrota a los ejércitos conservadores al mando del general Miguel Miramón, los liberales ganan la guerra y el uno de enero de 1861 Juárez hace su entrada en la ciudad de México.
Establecido el gobierno en la ciudad de México y restablecido el Congreso, Juárez fue electo por una apretada votación presidente Constitucional de la República por un periodo de cuatro años, que dio inicio el 15 de junio de 1861. Con motivo del desastre económico provocado por la guerra durante esos tres años Juárez presentó ante el Congreso una iniciativa de ley para suspender los pagos de deudas y obligaciones extranjeras durante dos años, misma que fue aprobada en julio de 1861, hecho que suscitó la reacción de las potencias extranjeras acreedoras (España, Francia e Inglaterra), que se reunieron en Londres y suscribieron un convenio el 31 de octubre de 1861 para reclamar el pago y decidieron enviar tropas a México. El gobierno federal logró entablar pláticas con los representantes de España, mediante un documento conocido como Los Preliminares de la Soledad, mismo al que se adhirió Inglaterra, retirándose con sus tropas del territorio nacional el 9 de abril de 1862, al suspenderse las negociaciones de la Convención de Londres. Francia no cedió y con francas intenciones imperialistas hizo avanzar sus ejércitos hacia la capital del país, librándose la famosa batalla del 5 de mayo de 1862, en que los ejércitos franceses fueron derrotados por las fuerzas mexicanas al mando del general Ignacio Zaragoza. Un año más tarde, con nuevas tropas y artillería pesada, los franceses, al mando del general Forey, avanzaron a la capital del país, teniendo que salir de ella el presidente Juárez y su gabinete el 31 de mayo de 1863, en un segundo peregrinaje que duraría hasta julio de 1867 en que, derrotados los franceses y vencidas las fuerzas leales a Maximiliano de Habsburgo, se restaura la República y nuevamente Benito Juárez entra en la ciudad de México el 15 de julio de 1867.
Una vez restaurada la República Juárez se reelige en dos ocasiones más y gobierna hasta el día de su muerte, acaecida el 18 de julio de 1872. Con su muerte terminan catorce años de la historia de México en que se decidió el destino del país, y las instituciones republicanas, depositarias de la incipiente democracia, sobrevivieron a la feroz lucha entre conservadores y liberales. Juárez, hombre de su tiempo, legislador, jurista, gobernante apegado al Derecho y al imperio de la ley, prepara el camino para el advenimiento del México moderno y sienta las bases y prioridad del Estado por encima de cualquier otra institución.
José Francisco Ponciano Arriaga de Leija, abogado, tal vez el más preclaro exponente del liberalismo social, si podemos hablar de esta corriente ideológica en estos términos, y el más denodado defensor de las causas de los pobres, se distinguió desde muy temprana edad por su privilegiado talento, don de la palabra y su acucioso sentido de la investigación, que lo llevaron a hurgar de manera profunda en las causas socioeconómicas que hacían del México de la primera mitad del siglo XIX una sociedad sumida en las luchas internas por el poder, donde los desposeídos eran mayoría y la pobreza alcanzaba dimensiones alarmantes que agudizaban las contradicciones del sistema.
Hijo de don Bonifacio Arriaga y doña María Dolores Tranquilina de Leija, nació en la ciudad de San Luis Potosí, intendencia del mismo nombre, el 19 de noviembre de 1811, en los aciagos años del inicio de la guerra de Independencia, quedando huérfano de madre a los cuatro años de edad y de padre a los nueve; desde ese momento se hizo cargo de él su tutor, el señor Félix Herrera. Educado, dentro de la fe católica y dentro de la tradición monástica del convento de san Francisco del lugar. Desde temprana edad tuvo contacto con las gentes del pueblo: campesinos, jornaleros, arrieros, mineros, situación que a la postre le serviría en el conocimiento de las clases pobres del país. Sus estudios preparatorios y de abogacía los cursó en el Colegio Guadalupano Josefino, recién inaugurado en San Luis Potosí en 1826 por don Manuel María de Gorriño y Arduengo, conocido jurista de la región, y al terminar con excelentes calificaciones tuvo que solicitar autorización para obtener el título de abogado, pues al no contar con la edad requerida por el Superior Tribunal de Justicia del Estado tuvo que ser habilitado para que pudiera presentar su examen profesional, habiendo sido aprobado para ejercer la abogacía el 14 de enero de 1831, a la edad de 19 años.
En el año de 1832 comienza a incursionar en el periodismo y funda, junto con Mariano Villalobos, El Yunque de la Libertad, periódico que le daba la oportunidad de dar a conocer su pensamiento liberal y externar sus inquietudes políticas. Al levantarse en armas contra Anastasio Bustamante el general Esteban Moctezuma, a la sazón comandante general del ejército federal destacamentado en Tampico, Tamaulipas, de marcada filiación federalista, Ponciano Arriaga se suma a la revuelta y se convierte en el ideólogo de esa lucha, obteniendo el grado de coronel a la edad de 25 años. Terminada esta etapa y habiendo sido asesinado el general Moctezuma, Arriaga se refugia por un tiempo en la zona de la Huasteca antes de volver a San Luis Potosí y participar como regidor en el Ayuntamiento de la ciudad. En 1840 desempeñó el cargo de Síndico Procurador del Ayuntamiento de San Luis Potosí, para posteriormente dedicarse a ejercer la abogacía como postulante. Es en el año de 1842, en San Luis Potosí, cuando publica un folleto que lleva por título Por ignorancia o por malicia se ha fallado una injusticia, en el que hace la defensa de un caso que él llevaba como abogado y rebate el fallo adverso que dictó la segunda sala del Superior Tribunal de Justicia; esta publicación causa revuelo en los círculos políticos de la región, dada la crítica que hace del proceder de algunos elementos del Superior Tribunal de Justicia del estado, al grado que el tribunal publica la contestación a Arriaga, valiéndose de la imprenta del gobierno del estado.
Al convocarse al Congreso Constituyente en 1842, Ponciano Arriaga fue electo diputado por su estado y acudió a la ciudad de México, donde conoció a Melchor Ocampo, Ezequiel Montes, Mariano Otero y Juan Bautista Morales, destacados ideólogos, entre otros, con quienes intercambió puntos de vista y de quienes también, por qué no decirlo, adquirió importantes conocimientos. Al inclinarse la mayoría de los diputados del Constituyente de 1842 por el federalismo, Santa Anna se retiró a su hacienda de Manga de Clavo, en Veracruz, y el 3 de octubre de ese mismo año Nicolás Bravo asume la Presidencia de la República y disuelve el Congreso Constituyente.
Arriaga regresa a su natal San Luis Potosí y durante esos años ocupa los puestos de regidor y diputado federal en dos ocasiones. Siendo diputado local en San Luis Potosí, el 7 de febrero de 1847 presentó al Congreso la propuesta del establecimiento de Procuradurías de Pobres, como una institución defensora de sus derechos. El 10 de marzo de 1847 el Congreso del Estado de San Luis Potosí decretó la creación de esta institución con la Ley de Procuraduría de Pobres que, entre otras cosas, establecía en su artículo segundo: Será de su obligación (al referirse a los procuradores) ocuparse exclusivamente de la defensa de las personas desvalidas, denunciando ante las autoridades respectivas, y pidiendo pronta é inmediata reparación cualquiera exceso, agravio, vejación, maltratamiento o tropelía que contra aquellas se cometieren, ya en el orden judicial, ya en el político o militar del Estado, bien tenga su origen de parte de alguna autoridad, ó bien de cualquiera otro funcionario ó agente público. Esta ley es famosa por haberse dado en las circunstancias que se dio, en medio de la Intervención Norteamericana y por haberse erigido en el siglo XIX como la primera instancia de salvaguardar los derechos de los débiles, de los pobres, de los desvalidos y ser el antecedente de la defensoría de oficio. En la guerra contra Estados Unidos se dedica a ayudar con víveres a los ejércitos mexicanos y, a través de los periódicos regionales, pasaba información en clave a las fuerzas nacionales sobre el movimiento de las tropas invasoras.
Durante la presidencia de Mariano Arista (15 de enero de 1851 al 6 de enero de 1853) es nombrado Ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, donde hace gala de su erudición y se preocupa por mejorar las condiciones de pobreza en que se encontraba la gran mayoría de la población. Al regresar Santa Anna a la presidencia de la República, Arriaga sale expatriado del país y se refugia en Nueva Orleáns hasta el triunfo de la Revolución de Ayutla con Álvarez. Durante su estancia en el exilio colabora con Benito Juárez por la causa liberal y se convierte en uno de sus más cercanos colaboradores, destacándose por la brillantez de sus planteamientos, siendo, a partir de ese momento y hasta su muerte, uno de los ideólogos más importantes del liberalismo mexicano.
Al triunfo de la Revolución de Ayutla, lanzada la convocatoria para la integración del Congreso Constituyente en 1856, Ponciano Arriaga fue elegido diputado al Congreso por ocho estados de la República, hecho que avala su reputación de hombre recto, honorable, comprometido con la causa de la libertad y en especial con la conformación de una República Federal. En el transcurso de las sesiones del Congreso Constituyente de 1856, indudablemente Arriaga se destaca como uno de los principales líderes de opinión y tal vez como el ideólogo con más peso en sus planteamientos, hecho que lo lleva a ocupar la presidencia de la Comisión de Constitución, de donde se deduce que no sólo fue el principal ideólogo, sino el redactor de la misma.
Una de las inquietudes más grandes de Arriaga, la explicación misma del porqué de la desastrosa situación socioeconómica que afligía a la nación entera, fue planteada por éste de manera magistral en su elocuente exposición ante los constituyentes: Derecho de Propiedad, voto del señor Ponciano Arriaga, documento esencial que trasciende y supera a los ensayos de Mariano Otero publicados en 1842 y 1847 y que sienta las bases para la ulterior Reforma Agraria en 1917. Al inicio de su exposición escribe lo siguiente: …uno de los vicios más arraigados y profundos de que adolece nuestro país, y que debiera merecer una atención exclusiva de sus legisladores cuando se trata de su código fundamental, consiste en la monstruosa división de la propiedad territorial. Esta aseveración, además de cierta e irrefutable, confirma el espíritu analítico de Arriaga y la visión sorprendente que tenía de la realidad nacional.
Durante las sesiones de trabajo en el Constituyente de 1917, Venustiano Carranza sugiere como lectura obligada para los diputados el mencionado voto que en su momento Ponciano Arriaga sometió a la consideración del Congreso Constituyente el 23 de junio de 1856.
En este ensayo político sobre el Derecho de Propiedad, clásico ya dentro de nuestros anales documentales legislativos, Ponciano Arriaga se nos revela como un profundo sociólogo y un conocedor de la realidad mexicana, rasgo que ha servido a diversos estudiosos de nuestra historia para definirlo como el ideólogo del liberalismo social y el único en su generación capaz de poner el dedo en la llaga, previendo lo que sucedería con el sistema económico de no llevarse a cabo los cambios que proponía; la respuesta certera a sus predicciones fue la magnitud que alcanzó el problema del acaparamiento de la tierra durante el porfiriato.
Al perpetuarse el golpe de Estado auspiciado por Ignacio Comonfort, Arriaga se suma al gobierno de Benito Juárez y afronta con éste todas las vicisitudes que significó el estallido de la Guerra de Reforma, hasta la victoria en 1861. El 31 de enero de 1862 es designado por Benito Juárez magistrado supernumerario de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, mientras se llevaban a cabo las elecciones constitucionales, y a principios de junio de ese mismo año, también por órdenes de Benito Juárez, se hizo cargo del gobierno interino de Aguascalientes. Posteriormente, en 1863, fungió como gobernador del Distrito Federal. En 1865, durante el Segundo Imperio, recluido en su natal San Luis Potosí, fallece el 12 de julio.
Nació en la hacienda de Pateo, Michoacán, el 6 de enero de 1814, razón por la cual le pusieron el nombre de Melchor. De sus padres no se sabe nada. Se dice que desde pequeño lo adoptó su madrina de bautizo, doña Francisca Javiera Tapia, rica hacendada, quien hizo las veces de padre y madre y se encargó de su educación; a la postre fue quien le dejó importantes propiedades y bienes, suficientes para su manutención. Estudió en Morelia y posteriormente se trasladó a la ciudad de México, donde cursó la carrera de abogado. En el año de 1840 emprendió un viaje a Europa, particularmente a Francia, radicando algún tiempo en París. Hombre de gran cultura, filósofo, estudioso de las ciencias naturales –su gran pasión–, escribió un libro intitulado Viaje de un mexicano a Europa. De regreso a México figuró como diputado por Michoacán para luego ser electo gobernador de su entidad natal en 1846. Durante la administración del presidente Manuel Arista fue senador y secretario de Hacienda, al igual que lo fue en el gobierno del general Herrera, para nuevamente ocupar el cargo de gobernador de Michoacán, el que dejó al ser obligado a expatriarse por la dictadura de Santa Anna a la ciudad de Nueva Orleáns, donde entabló amistad con Benito Juárez, Ponciano Arriaga y José María Mata, con quienes formó la Junta Revolucionaria que desde el exilio coadyuvó con el levantamiento para derrocar a Santa Anna, el cual cristalizó en la revolución de Ayutla, encabezada por Juan N. Álvarez, en marzo de 1854.
Según uno de sus biógrafos más connotados, Manuel Payno, Melchor Ocampo fue un espíritu libre, receptivo, acucioso investigador de la botánica y amante de la vida en el campo; hizo de su propiedad, conocida como la hacienda de Pomoca, una finca próspera, donde floreció la agricultura y la ganadería. Hombre organizado, práctico, honrado, sabía vivir con holgura pero sin derrochar sus bienes. Liberal de corazón se unió a las causas de la Reforma y se convirtió en uno de los colaboradores más cercanos a Juárez, siendo uno de los redactores principales de las Leyes de Reforma, en especial la concerniente a la creación del Registro Civil y al establecimiento del matrimonio civil, donde su famosa “Epístola”, conocida como La Epístola de Melchor Ocampo, fue leída por más de cien años a quienes contraían matrimonio, hasta que los reclamos de género hicieron que se omitiera.
Ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores del gobierno de Juárez durante su estancia en el puerto de Veracruz, época en que se desarrolló realmente la Guerra de Reforma, dio lo mejor de sí mismo a la causa, aunque se le liga al famoso tratado McLane-Ocampo, en que el gobierno juarista cedía a Estados Unidos el libre tránsito por el Istmo de Tehuantepec a cambio de ayuda económica y el reconocimiento de la República, mismo que nunca fue ratificado por los congresos de ambos países, dado que en Estados Unidos estalló la Guerra de Secesión y México sufrió la invasión francesa y el Imperio de Maximiliano. Terminada la Guerra de Reforma, al triunfo de los ejércitos liberales, Ocampo rechazó cargo alguno en la nueva administración de la República y se refugió en su hacienda de Pomoca para rehacer sus negocios, cultivar la tierra y vivir en paz con su familia. De ahí fue sacado de manera artera por esbirros de Leonardo Márquez, de las fuerzas conservadoras de Félix Zuloaga, y haciéndole un somero juicio fue condenado a morir fusilado, ejecutándose la sentencia el 3 de junio de 1861, a los 47 años de edad, frente a la hacienda de Caltengo, cercana a Tepeji del Río, habiendo sido colgado su cadáver de un árbol. Antes de morir fusilado, con la serenidad que lo caracterizaba dijo: Muero creyendo que he hecho por el servicio del país cuanto he creído en conciencia que era bueno. Sus restos descansan en la Rotonda de los Hombres Ilustres.
Nació en el puerto de Veracruz, en plena efervescencia de la lucha insurgente por la independencia del país, el 6 de julio de 1812, hijo de padre español peninsular, don Juan Antonio Lerdo de Tejada, y de doña Concepción del Corral y Bustillos, criolla de nacimiento. Fue el mayor de ocho hijos de un próspero comerciante y como consecuencia de ello la familia tenía una posición económica desahogada, hecho que le permitió a los hijos del matrimonio Lerdo de Tejada Corral tener acceso a los centros educativos más importantes del país. Como dato curioso, la familia Lerdo de Tejada, una vez establecida en la ciudad de Xalapa, mantuvo siempre una estrecha amistad con la familia López de Santa Anna, de donde, con el tiempo, como es sabido por todos, emergió la figura de don Antonio López de Santa Anna.
Estudioso, hombre culto, abogado de profesión, don Miguel Lerdo de Tejada Corral, gran conocedor de la obra de José María Luis Mora y de Otero, contemporáneo de Ponciano Arriaga, Melchor Ocampo y el propio Juárez, fue uno de los miembros más prominentes del partido Liberal que pronto, por méritos propios, fue escalando cargos en la administración pública federal y en repetidas ocasiones ocupó los cargos de secretario de Fomento, de Relaciones Exteriores y de Hacienda, así como los de regidor y presidente, incluso del Ayuntamiento de la Ciudad de México. Durante la presidencia de Ignacio Comonfort, después de la Revolución de Ayutla y siendo secretario de Hacienda, el 26 de junio de 1856 proclamó la ley que se conoce con su apellido, “Ley Lerdo”, y que promulgó por encargo del presidente mediante un decreto. Ministerio de Hacienda. El excelentísimo señor presidente sustituto de la república se ha servido dirigirme el decreto que sigue: Ignacio Comonfort, presidente sustituto de la República Mexicana, a los habitantes de ella, sabed: Que considerando que uno de los mayores obstáculos para la prosperidad y engrandecimiento de la Nación es la falta de movimiento o circulación de una gran parte de la propiedad raíz, base fundamental de la riqueza pública, y en uso de las facultades que me concede el plan proclamado en Ayutla y reformado en Acapulco, he tenido a bien decretar lo siguiente:
Artículo 1.- Todas las fincas rústicas y urbanas que hoy tienen o administran como propietarios las corporaciones civiles o eclesiásticas de la república se adjudicarán en propiedad a los que las tienen arrendadas, por el valor correspondiente a la renta que en la actualidad pagan, calculada como rédito al seis por ciento anual.
Esta ley, la primera de las conocidas como Leyes de Reforma, publicada antes de la creación de la Constitución Política de 1857 y escrita por el propio secretario de Hacienda, marca un hito en el México de la época y consolida las primeras reformas emprendidas por Valentín Gómez Farías en 1833, que ante el golpe de Estado de Santa Anna no se concretaron. El 20 de noviembre de 1857 es nombrado por el Congreso Tercer Magistrado Propietario de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y permanece ahí hasta 1858. Con el desenlace posterior de los acontecimientos políticos y el estallido de la Guerra de Reforma, Miguel Lerdo de Tejada Corral permanece leal a la reforma y a la figura del presidente Juárez, con quien emigra a Veracruz, para desde ahí proclamar a la nación, una vez más, las conocidas Ley Lerdo, Ley Juárez y Ley Iglesias y viaja a Estados Unidos por encargo de Juárez. Con el triunfo de la causa liberal se incorpora al gobierno una vez más como secretario de Hacienda. Más adelante, en 1861, al proponer Juárez al Congreso la suspensión de pagos de la deuda externa, don Miguel se opone a tal medida, impopular sobre todo en el Congreso, y renuncia a su cargo de secretario distanciándose del presidente Juárez. Ese mismo año presenta su candidatura a la presidencia de la República, pero fallece el 22 de marzo en el pueblo de Tacubaya.
En plena guerra de Independencia y habiéndose sumado su padre a las filas de Hidalgo, hijo del señor Francisco Degollado y la señora Mariana Sánchez nace en la hacienda de Robles, cercana a la ciudad de Guanajuato, el 31 de octubre de 1811, José Santos Degollado, uno de los militares e ideólogos de la Reforma más destacados por su lealtad, honradez y disciplina a la causa. Después de la derrota de Hidalgo, a su padre le fueron confiscados todos sus bienes; al quedar huérfano se hizo cargo de su educación el cura de Copupao (hoy Quiroga), quien lo llevó a la ciudad de México, donde hizo estudios de bachiller y contaduría. Muy jovencito, a los 17 años, en 1928 se avecina en la ciudad de Morelia, prosigue con sus estudios, se emplea como escribiente del notario Valdovinos y entra a trabajar en la Catedral; con el tiempo llegó a ser contador de la misma.
Hombre culto, preparado a base de perseverar y estudiar al mismo tiempo que trabajaba, es electo diputado local en 1845 y posteriormente es nombrado secretario de la Junta Subdirectora de Estudios de Michoacán, donde gestionó la reapertura del Colegio de San Nicolás, del cual llegó a ser rector en enero de 1847. De esta etapa de su vida, fructífera en estudios y puestos en la administración gubernamental del estado, data su entrañable amistad con Melchor Ocampo, a la sazón gobernador de Michoacán. Al renunciar éste a la gubernatura Santos Degollado lo sustituye, del 27 de marzo al 6 de julio de 1848, como gobernador interino, participando en la guerra de la Intervención Norteamericana.
Habiendo tenido ya una destacada carrera en el ejército, particularmente dentro de las fuerzas federalistas, sin ser militar de carrera fue avanzando en sus grados paulatinamente y al triunfo de la revolución de Ayutla, a la cual se había sumado, fue nombrado gobernador de Jalisco, donde demostró sus dotes de administrador y político. En 1856 fue electo diputado al Congreso Constituyente que elaboraría la Constitución Federal de 1857 y el 20 de noviembre de 1857 es electo por el Congreso magistrado propietario de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, como parte del cuerpo colegiado de magistrados que tomarían posesión de su encargo el uno de diciembre de ese año, en que Juárez encabezaba al grupo como presidente de la SCJN. Al estallar el Plan de Tacubaya y asumir la presidencia de la República Benito Juárez, se unió a él y lucha de manera decidida durante toda la guerra de Reforma al lado de los liberales. En 1858 el presidente Juárez lo nombra secretario de Guerra y Marina y se convierte en general en jefe del ejército, recorriendo el centro del país de Colima a Veracruz, improvisando ejércitos con el carisma y don de gentes que lo caracterizaban. Como secretario de Guerra asistió al presidente Juárez durante toda su estancia en Veracruz y participó en la promulgación de las Leyes de Reforma; luego se replegó a San Luis Potosí, donde armó un ejército de más de seis mil efectivos a disposición de la causa. En enero de 1860 Juárez lo nombra secretario de Relaciones Exteriores y es cuando tiene que dar respuesta a una propuesta de paz de los conservadores, con la mediación de Cornwallis Aldhan, oficial de las fuerzas navales de Inglaterra en el Golfo de México, el 16 de marzo, donde culpa a los conservadores de la guerra civil y se lamenta del reconocimiento de algunos países europeos al gobierno de Miguel Miramón. El 24 de marzo renuncia como secretario de Relaciones Exteriores. Posteriormente, desesperado por la situación, en septiembre Santos Degollado recurre al encargado de negocios de Inglaterra, W. Mathew, escribiéndole una carta para proponerle un plan de pacificación parecido en algunas cosas al que él, como secretario de Relaciones Exteriores, había rechazado. Incluso proponía la sustitución del presidente, la formación de un nuevo Congreso y la intervención de las potencias extranjeras. Este plan no lo ocultó e incluso se lo comunicó al mismo Juárez, quien de inmediato lo destituyó de su cargo y lo emplazó a presentarse ante un tribunal militar.
Ante el juicio que se le seguía, Degollado nombró a su amigo Melchor Ocampo como su defensor; al ser asesinado éste, el 4 de junio, pidió permiso al Congreso para salir en busca de sus asesinos, incorporándose a las fuerzas que salieron a perseguirlos, perdiendo él mismo la vida el 15 de julio de 1861.
Al homenaje póstumo que se le rindió a Santos Degollado asistió Benito Juárez y todo su gabinete, y el 31 de agosto de 1861 el Congreso lo declaró “Benemérito de la Patria”. En septiembre de ese mismo año lo exoneró de todas las acusaciones que se le imputaban.
Una de las figuras más destacadas de las filas del liberalismo mexicano en el siglo XIX y tal vez el más joven de quienes participaron en el movimiento de la Reforma donde se sentaron las bases del Estado, como punto de partida de la joven república que se debatía y confrontaba con corporaciones y fueros más poderosos que ella misma. Autodidacta, periodista por antonomasia, Francisco Zarco Mateos nace en la ciudad de Durango el 4 de diciembre de 1829, al término de la administración presidencial de otro duranguense distinguido, Guadalupe Victoria, quien fuera en la primera mitad del siglo XIX el único presidente de la República que durara en su mandato lo estipulado por la Constitución de 1824. Llama la atención que pese a su juventud y al medio social adverso que le tocó vivir, siendo autodidacta y contando sólo con su educación primaria, sobresaliera como uno de los periodistas más combativos de la época, políglota –pues hablaba francés, inglés e italiano–, director de varios periódicos. Oficial mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores a sus 17 años, se convirtió en uno de los más cercanos colaboradores del presidente Manuel de la Peña durante la intervención norteamericana y fungía como traductor. A los 27 años fue electo diputado por el estado de Durango al Congreso Constituyente Extraordinario de 1856, en que promulgó la Constitución Política de 1857. Durante los debates de este Congreso memorable, gran parte de lo que ahí se dijo y discutió se conserva gracias a su paciente labor como cronista de las sesiones del Congreso, que posteriormente se publicaron bajo el título de Historia del Congreso Constituyente Extraordinario de 1856-1857. Se le atribuye haber inventado un mecanismo de signos y símbolos similar a la taquigrafía, lo que, aunado a su prodigiosa memoria, le hacía captar y asentar hasta la más minuciosa participación.
Es a partir de 1848 cuando se inicia como periodista y en 1850 funda el periódico El Demócrata. Debido a sus editoriales y ataques al gobierno del general Arista es encarcelado en varias ocasiones. Escribió desde las páginas de La Ilustración Mexicana, revista literaria que fundó en compañía de Ignacio Cumplido bajo el seudónimo de “Fortín”, y a través del diario de corte satírico Las Cosquillas fustigaba la figura del dictador Antonio López de Santa Anna. Del prestigiado diario El Siglo Diez y Nueve llegó a ser el editor principal e incluso director de redacción. Como periodista combativo escribía en tono de sorna y lo mismo abordaba con pasión el periodismo político que artículos serios, de fondo, biográficos o costumbristas, incursionando con éxito en la literatura. Su personal estilo de hacer editoriales le han valido hasta la actualidad para ser reconocido como el padre o fundador del periodismo mexicano, sobre todo si tomamos en cuenta que lo hizo en una época donde la libertad de prensa era letra muerta. Se opuso de manera enérgica al autogolpe de Estado de Comonfort y lo combatió desde un periódico que fundó llamado Boletín Clandestino. La publicación de un folleto en que denunciaba las atrocidades cometidas por las tropas conservadoras, que tituló Los Asesinatos de Tacubaya, le valieron el encarcelamiento durante siete meses, donde comenzó a padecer de tuberculosis. Su lucha contra el conservadurismo y fiel devoción a las causas de la República le valieron el reconocimiento de sus contemporáneos como Guillermo Prieto, Melchor Ocampo, Ponciano Arriaga, Ignacio Ramírez y el propio Benito Juárez, a quien siguió de manera leal en su peregrinar a partir de 1863 hasta el triunfo de la República en 1867.
Durante la intervención francesa Zarco mantuvo viva la llama de la libertad y la independencia a través de dos periódicos: La Independencia Mexicana y La Acción. Activo, inquieto, siempre estaba atento al acontecer nacional y participaba de lleno en la vida del país como uno de los principales divulgadores de las ideas liberales. Al triunfo de la República, en 1867, el presidente Juárez lo designa Secretario de Relaciones Exteriores y de Gobernación, cargo que declina para dedicarse a su labor como periodista al frente de El Siglo Diez y Nueve, donde había sucedido a José María Iglesias como director de redacción. Muere en la ciudad de México, a causa de la tuberculosis que lo aquejaba, el 22 de diciembre de 1869, a la edad de 40 años.
Ignacio L. Vallarta Ogazón, bautizado con los nombres de José Luis Miguel Ignacio, hijo del señor Ignacio Vallarta y la señora Isabel Ogazón, tal vez uno de los personajes más emblemáticos del Poder Judicial de la Federación y quien con más dignidad defendiera, a su paso por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la independencia del Poder Judicial Federal, nace en Guadalajara, Jalisco, el 25 de agosto de 1830, y a lo largo de su fructífera vida se distingue por su talento y agudeza innata, que lo llevan a ocupar tanto cargos dentro de la administración pública federal como puestos de elección popular, entre los que destaca, a sus escasos 26 años, su elección como diputado al Congreso Constituyente Extraordinario 1856-1857 y gobernador interino primero y posteriormente constitucional del estado de Jalisco. Culmina sus estudios de jurisprudencia en el Instituto del Estado de Jalisco, al recibirse de abogado el 24 de diciembre de 1855, con la tesis ¿Es ilícito al hijo acusar criminalmente a su padre? Cuando estalla la Revolución de Ayutla se suma a las filas del Partido Liberal y funge, ya en 1855, como secretario particular del gobernador Santos Degollado; más adelante, una vez realizada su experiencia como legislador al Constituyente del 57 y darse el golpe de Estado de Comonfort, se identifica con Benito Juárez, al que acompaña en algunas de sus correrías e itinerancias por el país, primero durante la Guerra de Reforma y después durante los aciagos años de la Intervención Francesa.
Como jurista, administrador, político y hombre de ideas comprometido con su tiempo y sus convicciones, marca todo un hito en la historia del Poder Judicial de la Federación al defender la autonomía del mismo frente a las intromisiones de Manuel González y Porfirio Díaz, prefiriendo renunciar a su cargo de presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que aceptar la sumisión del Poder Judicial al Ejecutivo. Al triunfo de la república, Juárez lo nombra Secretario de Gobernación en 1868. En 1869 fue electo diputado por Jalisco al Quinto Congreso Constitucional, y del 27 de junio de 1871 a 1875 funge como gobernador constitucional de Jalisco, donde su administración se distinguió por haber fundado la Escuela de Agricultura de Jalisco y haber establecido la obligatoriedad de la educación primaria en el estado antes que la Federación.
Al llegar al poder en 1876 Porfirio Díaz lo nombra Secretario de Relaciones Exteriores y se convierte en el internacionalista que logra el reconocimiento del gobierno de Díaz por parte de Estados Unidos, sentando un importante precedente, como lo hace notar el Dr. Manuel González Oropeza, con sus declaraciones en el sentido de que no es lícito dejar el reconocimiento de gobiernos al arbitrio de otros países, ya que la formación de los gobiernos es un derecho de los pueblos y constituye un principio de justicia, según la Ley de las Naciones. En otras palabras, emite un pronunciamiento que antecede a la doctrina de Genaro Estrada sobre el no reconocimiento de gobiernos.
El 14 de mayo de 1877 es electo presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cargo al que renuncia el 16 de octubre de 1882, siete meses antes de que concluyera su gestión, al no ceder a las presiones de Manuel González y Porfirio Díaz, a la sazón gobernador de Oaxaca, para tener injerencia en los nombramientos de jueces y magistrados. Miembro de la brillante generación de liberales como Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez, Protasio P. Tagle y Antonio Martínez de Castro, entre otros, se destacó por sus trabajos de jurisprudencia y su actuación al frente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, donde trazó directrices definitivas en cuestiones constitucionales, tales como la incompetencia de origen, las facultades extraordinarias del Ejecutivo y la amplitud del amparo. Es famosa su obra El Juicio de Amparo. A su muerte, el 31 de diciembre de 1893, tenía 63 años de edad y llevaba ya once retirado de la vida política, dedicado únicamente a atender su bufete jurídico.
Ignacio Ramírez Calzada, mejor conocido como “El Nigromante”, nació en San Miguel el Grande, hoy San Miguel de Allende, Guanajuato, el 23 de junio de 1818, hijo de don Lino Ramírez y de doña Sinforosa Calzada, indígenas puros. Inició sus estudios en Querétaro, ciudad natal del padre, y en 1835 fue llevado al Colegio de San Gregorio, en México, donde estudió artes. En 1841 comenzó estudios en jurisprudencia y en 1845 obtuvo el grado en la Universidad Pontificia Nacional. Ingresó a los 19 años de edad en la Academia Literaria de San Juan de Letrán, integrada por los hombres más ilustrados de la época. Se inició en el periodismo en 1845, al fundar con Guillermo Prieto y Vicente Segura la publicación periódica Don Simplicio, firmando sus artículos con el seudónimo “El Nigromante”. Sus colaboraciones se distinguieron por ser flameantes artículos y agudos versos satíricos en donde hacía una terrible censura a los actos del gobierno conservador, lo que provocó que el periódico fuera suprimido y Ramírez, encarcelado. En 1846 fundó el Club Popular, donde divulgó sus ideas liberales avanzadas en materia de reforma política, económica y religiosa, por lo que estuvo otra vez en prisión. Al obtener la libertad, el gobernador del Estado de México, admirador de los talentos de Ramírez, lo invitó para organizar su gobierno y éste correspondió trabajando día y noche en la reconstrucción administrativa y en la defensa del territorio nacional invadido por los norteamericanos. A pesar de los gastos que demandaba la guerra restableció el Instituto Literario de Toluca, donde fue catedrático de Derecho, Literatura y maestro de Ignacio Manuel Altamirano.
Entre fines de 1848 y principios de 1849 Ignacio Ramírez fue jefe político de Tlaxcala. A fines de 1851 arribó a Sinaloa, donde ya se encontraba su hermano Miguel Ramírez. En 1852, el gobernador de Sinaloa Plácido Vega promovió su candidatura a diputado federal por esa entidad, defendiendo el liberalismo en el Congreso de la Unión. En 1853 se fue a radicar por un tiempo a la ciudad de México. Por sus críticas a Antonio López de Santa Anna permaneció once meses en prisión. Regresó a Sinaloa como juez civil, pero volvió a la capital del país como diputado por ese estado al Congreso Constituyente de 1856-1857, donde fue uno de los más notables oradores. Asimismo, “El Nigromante” participó en la elaboración de las Leyes de Reforma, siendo uno de los liberales más puros. Al ser derrotados los conservadores, el presidente Benito Juárez lo nombró Secretario de Justicia e Instrucción Pública, cargo que desempeñó del 21 de enero al 9 de mayo de 1861. Durante su gestión creó la Biblioteca Nacional y unificó la educación primaria en el Distrito Federal y territorios federales. Del 19 de marzo al 3 de abril de 1861 ocupó la Secretaría de Fomento. Asumió la responsabilidad de la exclaustración de las monjas; reformó la ley de hipotecas; hizo efectiva la independencia del Estado de la Iglesia; reformó el plan general de estudios; dotó con equipo los gabinetes del Colegio de Minería; seleccionó un excelente cuadro de profesores de la Academia de San Carlos; salvó cuadros de pintura que existían en los conventos, con los cuales formó una rica colección y formó una galería completa de pintores mexicanos; designó a los pintores Clavé, Cavalari y Sojo para que salvaran del Colegio de Tepozotlán los tesoros de arte en arquitectura, pintura, tallado e incrustaciones que contenía aquel magnífico inmueble.
En Puebla trabajó en la desamortización de los bienes del clero y en septiembre de 1861 fue electo presidente del Ayuntamiento de la ciudad de México. Durante la guerra de intervención combatió a los franceses en Mazatlán. En el periodo de 1863 a 1865 mantuvo correspondencia con Guillermo Prieto, la que posteriormente se publicaría como Cartas a Fidel. En noviembre de 1864, residiendo en Sinaloa, defendió a presos políticos y escribió para La Opinión y La Estrella de Occidente, hasta que fue desterrado a Estados Unidos. Regresó a México antes de la caída de Maximiliano y fue encarcelado en San Juan de Ulúa y posteriormente en Yucatán. El Congreso de la Unión lo nombró magistrado de la Suprema Corte de Justicia, cargo que ejerció durante doce años. De ese puesto no se separó sino al ser llamado por el presidente Porfirio Díaz, después de la batalla de Tecoac, para hacerlo Ministro de Justicia e Instrucción Pública, puesto que desempeñó pocos meses y por dos ocasiones: la primera del 28 de noviembre al 6 de diciembre de 1876 y la segunda del 17 de febrero al 23 de mayo de 1877. Después regresó a ocupar el cargo de magistrado de la Suprema Corte de Justicia hasta su muerte, registrada en la ciudad de México el 15 de junio de 1879.
Sebastián Lerdo de Tejada, presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación al momento de fallecer el presidente Juárez, por mandato de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1857, artículos 79 y 82, se convirtió en Presidente Interino de la República. Hijo de padre español peninsular, don Juan Antonio Lerdo de Tejada, y de doña Concepción del Corral y Bustillos, criolla de nacimiento, nace en la ciudad de Xalapa el 24 de abril de 1823, donde sus padres, antes radicados en el puerto de Veracruz, habían fijado su residencia. De niño hizo sus primeros estudios en Xalapa y auxiliaba a su padre despachando en la tienda que poseía la familia. Obtuvo una beca para estudiar en el Colegio Palafoxiano de Puebla, donde se instaló, recibiendo ahí las órdenes menores sacerdotales para luego trasladarse a la ciudad de México y estudiar jurisprudencia en el Colegio de San Ildefonso, donde obtuvo su título de abogado en 1851. En todos esos años de los inicios de su carrera, Sebastián siempre contó con el apoyo y orientación de su hermano mayor, Miguel Lerdo de Tejada, miembro prominente del Partido Liberal, al que posteriormente pertenecería él mismo. Con el tiempo, Sebastián Lerdo de Tejada llegó a ser rector del Colegio de San Ildefonso.
Al triunfo de la revolución de Ayutla, en 1855, Juan N. Álvarez lo nombra Fiscal de la Suprema Corte de Justicia a fin de que investigue la actuación de Santa Anna y de quienes habían sido ministros en la Corte durante la dictadura. Del 5 de junio al 15 de septiembre de 1857 se desempeña como Secretario de Relaciones Exteriores en el gobierno de Ignacio Comonfort, cargo al que renuncia al vislumbrar el rumbo que tomarían las cosas, y al estallido de la guerra de Reforma se repliega a su cargo de rector del Colegio de San Ildefonso. Al triunfo de los liberales en diciembre de 1860, y a la entrada de éstos a la ciudad de México en 1861, regresa a la vida pública como diputado al Congreso, donde en tres ocasiones ocupa la presidencia de la Cámara, entre 1861 y 1863. Al triunfo de los franceses en 1863, se une a Benito Juárez y forma parte de su gabinete en ese gobierno itinerante que recorre todo el norte del país. En septiembre de 1863, en San Luis Potosí, Juárez lo nombra Secretario de Justicia y al poco tiempo asume las carteras de Relaciones y de Gobernación.
Al triunfo de la República en 1867, Juárez, mediante decreto del uno de agosto de ese mismo año, reorganiza provisionalmente la Suprema Corte de Justicia y nombra como presidente interino del alto tribunal a Lerdo de Tejada, quien posteriormente, el 4 de febrero de 1868, es electo de manera constitucional por el Congreso como presidente de la Corte, puesto del que se separa para hacerse cargo de la Presidencia de la República como presidente interino, del 19 de julio al 30 de noviembre de 1872. El Colegio Electoral lo declara Presidente Constitucional para el periodo del 1 de diciembre de 1872 al 30 de noviembre de 1876.
En su mandato avanzó en la pacificación del país, desangrado por constantes guerras y levantamientos desde la consumación de la independencia; elevó a rango constitucional las Leyes de Reforma, reinstaló la Cámara de Senadores como contrapeso de la Cámara de Diputados, inauguró el ferrocarril de México a Veracruz y buscó la eliminación de los cacicazgos y la integración del país.
En 1876 intentó hacer modificaciones legales para permitir su reelección pero Porfirio Díaz aprovechó la situación para levantarse en armas con el Plan de Tuxtepec, que se resumía en su frase Sufragio Efectivo No Reelección. Esta vez la rebelión triunfó (en la batalla de Tecoac) y Lerdo se vio en la necesidad de renunciar y abandonar el país en enero de 1877; en su lugar quedó José María Iglesias, pero sólo fue reconocido por algunos estados. Murió en Nueva York el 21 de abril de 1889.
Uno de los más destacados abogados del llamado “Siglo de Oro del Derecho Mexicano”, que contribuyó con sus conocimientos enciclopédicos y su sentido humanista a la consolidación de las instituciones republicanas que hoy gozamos, según lo apunta el Dr. Javier Moctezuma Barragán, nació el 5 de enero de 1823, hijo del señor Juan N. Iglesias y Castro, coronel ad-honorem y notario público, y de la señora Mariana Inzáurraga y Carrillo, quien al quedar huérfano de padres a temprana edad pasó a estar bajo la tutela de su tío materno Manuel Inzáurraga. Hechos sus estudios primarios como se acostumbraba en la época, ingresó al prestigiado Colegio de San Gregorio en el año de 1835, donde convivió como condiscípulo con personajes como Sebastián Lerdo de Tejada, Vicente Riva Palacio e Ignacio Ramírez. De preclaro talento, desde muy joven destacó en el aprendizaje de los idiomas, llegando a dominar el Inglés, el Francés y el Alemán. En el año de 1844 recibió el nombramiento de catedrático de artes y posteriormente fue maestro de física, lógica y matemáticas. Recibió su título de abogado en 1845 y en 1846 obtiene su primer empleo formal como Regidor Quinto del Ayuntamiento de la ciudad de México. Durante la intervención estadounidense en 1847 el presidente Pedro María Anaya lo nombra Ministro Letrado del Tribunal de Guerra y posteriormente se desempeña como su secretario particular y auditor del Ejército de Oriente. Al finalizar la guerra publica, de manera conjunta con Manuel Payno y Guillermo Prieto, un texto denominado Apuntes para la Historia de la Guerra entre México y los Estados Unidos, que lo comienza a posicionar como un acucioso historiador pero que le genera problemas de persecución política en la dictadura de Santa Anna.
Su labor como maestro, investigador, ensayista, notable escritor y periodista, cristaliza al ser designado por Ignacio Cumplido como jefe de redacción del prestigiado diario El Siglo Diez y Nueve, publicando además artículos de fondo y de interés nacional también en El Monitor Republicano, Don Simplicio y La Chinaca. Entre el 23 de junio y el 30 de diciembre de 1856 escribió veintiocho artículos en El Siglo Diez y Nueve sobre importantes temas relacionados con el constituyente y la situación del país. Expedida la Ley Lerdo, se le encomendó la implementación de ésta y siendo él Ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, el 11 de abril de 1857 publica El “Decreto sobre Aranceles Parroquiales y el Cobro de Derechos y Obvenciones”, en el que establece que los pobres estaban incapacitados para pagar los servicios religiosos y que se conoce como la Ley Iglesias, que junto con la Ley Juárez y la Ley Lerdo conforma la columna vertebral y antecedente inmediato de las Leyes de Reforma expedidas posteriormente en el puerto de Veracruz en 1859. Durante la intervención francesa escribe las Revistas Históricas sobre la Intervención Francesa en México, a petición de Manuel Doblado, de 1862 a 1866.
Excelente y disciplinado administrador, Iglesias se destacó en el desempeño de los innumerables cargos públicos que tuvo como un individuo honrado, de vida austera, además de ser un gran operador político y financiero a la hora de licenciar las tropas en la República restaurada, lograr un superávit de $1’266,944.00 en el ejercicio fiscal 1867-1868 y bajar la deuda externa de 450 a 84 millones, en una época considerada de desastre nacional ante el estado de guerra constante a que había estado sometido el país.
El 15 de mayo de 1873 es electo presidente constitucional de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cargo que desempeña hasta octubre de 1876, en que se inconforma con la reelección de Lerdo de Tejada y asume por escasos días la presidencia de la República, ante las amenazas de Porfirio Díaz. Se exilia del país y decide regresar a fines de 1877, dedicándose únicamente a escribir y a leer, totalmente apartado de la escena pública y la política a la que había dedicado gran parte de su vida. Fallece en la ciudad de México, el 17 de diciembre de 1891.
Nació en la hacienda de San Mateo, en Valparaíso, Zac., el 19 de enero de 1822, hijo de don Laureano González y doña Francisca Ortega. De niño fue enviado a estudiar a Guadalajara, donde ingresa al Seminario Conciliar, y posteriormente inicia estudios de abogacía, los que no termina pues tiene que regresar a la hacienda de San Mateo, de donde sale, junto con sus familiares, al pueblo de San Juan Bautista del Teúl (hoy Teúl de González Ortega). En ese lugar, siendo aún muy joven, desempeñó algunos cargos hasta llegar a ser juez y secretario del Ayuntamiento. Su gusto por las letras lo lleva a incursionar en el periodismo y publica varios artículos en el semanario El Pobre Diablo, del que fue responsable entre 1856-1857, en Tlaltenango, Zacatecas. También editó en ese mismo pueblo el semanario liberal La Sombra de García. Así, antes de figurar en la escena militar, divulgó y defendió su pensamiento. Su primera participación en las armas acontece en 1852, al proclamarse el Plan del Hospicio, cuyo objetivo fue derrocar al entonces presidente Mariano Arista y llamar de nueva cuenta a Antonio López de Santa Anna para que gobernara la nación. González Ortega combatió a quienes apoyaban al dictador y fue declarado enemigo del nuevo gobierno, girándose órdenes para que se le pasase por las armas donde quiera que se encontrase. Al triunfo de la revolución de Ayutla, en 1855, el coronel Victoriano Zamora toma en sus manos el gobierno del estado de Zacatecas y nombra a Jesús González Ortega jefe político del Partido de Tlaltenango. Meses más tarde, en 1856, es electo diputado al Congreso Constituyente de la Unión, cargo que no desempeñó, pero en 1857 es electo diputado al Congreso del Estado. En 1858, al renunciar al gobierno del estado Javier de Parra, se le designa gobernador del mismo. Como tal, defiende la ciudad de las huestes conservadoras al mando de Miguel Miramón, a quien derrota el 16 de enero de 1859. Sus convicciones liberales y su apoyo irrestricto al federalismo lo llevaron a ser un militar leal a las causas de la República, siendo ascendido a general de brigada, demostrando sus dotes de estratega militar en las batallas cruciales con las que se ganó la Guerra de Reforma, derrotando primero a Miramón en la batalla de Silao el 10 de agosto de 1860, y rescatando para los liberales la plaza de Querétaro. Ante estas victorias tan contundentes, Juárez lo nombra comandante del ejército en sustitución de Santos Degollado y gana la Guerra de Reforma al derrotar nuevamente a los ejércitos de Miramón en la batalla llevada a cabo en los llanos de Apan, en Calpulalpan, el 22 de diciembre de 1860, entrando en la capital del país con sus ejércitos el uno de enero de 1861.
El 3 de julio de 1861 es nombrado presidente interino de la Suprema Corte de Justicia, siendo electo por el Congreso el 30 de mayo de 1862 presidente Constitucional de la Suprema Corte de Justicia, cargo del que pide permiso para ausentarse al ser designado comandante del Ejército de Oriente a la muerte del joven general Ignacio Zaragoza y tener que enfrentar al ejército francés de nueva cuenta en Puebla en 1863, resistiendo un sitio de 62 días, teniendo que capitular el 19 de mayo de ese año. Apresado por el enemigo logra escapar cuando lo llevaban hacia Veracruz y consigue reunirse con Juárez nuevamente, ya en Chihuahua. Al considerar González Ortega que, conforme a la ley, el periodo presidencial de Benito Juárez debía expirar, se siente con derecho a reclamar la sucesión en su calidad de presidente de la Corte, hecho que indigna a Juárez y manda perseguirlo y apresarlo. González Ortega se exilia en Estados Unidos, acontecimiento que Juárez aprovecha para acusarlo de haber abandonado su cargo al frente del alto tribunal. Es apresado en Estados Unidos y posteriormente puesto en libertad, introduciéndose a México. En enero de 1867 es apresado en Zacatecas y confinado en prisión por espacio de once meses en Saltillo, Coah., para después quedar en libertad y retirarse a la vida privada. Muere en Saltillo el 28 de febrero de 1881.
A ciento cincuenta años de la promulgación de las Leyes de Reforma, ¿cuáles son las noticias predominantes?
Hoy, a once meses del CL aniversario de la promulgación de las Leyes de Reforma, ocurrida en el puerto de Veracruz en julio de 1859, la prensa periódica en especial y los noticieros, tanto de radio como de televisión, sólo abordan una noticia: la creciente e incontenible ola de violencia existente en el país, la proliferación de las acciones delictivas del crimen organizado, la corrupción y la impunidad como rasgo característico de la sociedad mexicana. ¡Vaya noticias!
Pero tristemente ésa es nuestra realidad y aunque ya sobrepasamos los ciento cinco millones de habitantes, no hay mexicano que no haya sufrido en carne propia algo de lo que está sucediendo, o por lo menos sabido de alguien a quien le ha pasado algo terrible. ¿No es terrible?
No, terrible no, abominable, inconcebible, y me pregunto, cómo lo harán millones de mexicanos: ¿cómo llegamos a este estado de descomposición social, de ingobernabilidad, de pérdida de valores, de rumbo, de futuro?
La historia de México a partir de la consumación de su independencia, el 27 de septiembre de 1821, ha sido la historia de un pueblo que durante casi doscientos años se ha debatido por subsistir, por ganarse un lugar dentro del concierto de las naciones civilizadas, por establecer y darse a sí mismo un sistema de gobierno democrático que abogue por la libertad, la justicia y los derechos de todos, y paso a paso ha ido avanzando por diferentes etapas: la independencia, las guerras de intervención extranjera, la pérdida de casi la mitad de su territorio, la guerra de Reforma, el establecimiento y consolidación del Estado liberal con la república como forma de gobierno y la democracia como sistema político, sacralizado y deificado por Occidente; la Revolución, que sacudió a toda la sociedad y exigió justicia social para las grandes masas desposeídas de la población; la revuelta Cristera, que desangró al país inútilmente como resabio de venganza política de los grupos oscurantistas; el fin del caudillismo militar y la aparición de los partidos políticos; la época de la posguerra y el desarrollo económico de los sesenta; el afianzamiento, esplendor y caída del partido en el poder (PNR, PRM, PRI); la apertura democrática y la alternancia en el poder, la lucha constante por alcanzar la democracia, la pugna entre partidos, los dimes y diretes de quienes detentan una curul o despachan desde la administración pública y, lo que es más que obvio y siempre lo ha sido, la sujeción de todo nuestra sistema político al sistema económico capitalista, ahora bajo la modalidad de la globalización; entonces ¿de qué nos quejamos?
¿Por qué esta descomposición social? ¿Por qué esta ingobernabilidad, corrupción e impunidad? ¿Por qué? Pues porque simple y sencillamente así han evolucionado las cosas dentro del esquema mundial del capitalismo y, en nuestro caso, dentro de un capitalismo subdesarrollado y dependiente con una serie de contradicciones internas y problemas propios del entorno. ¿Determinista acaso, fatalista? Para nada, en lo absoluto, más bien diría yo objetivo y, por qué no, analítico. ¿Esto significa que la sociedad mexicana nunca levantará el vuelo, nunca despegará? No, de ninguna manera podría yo pensar eso, sería como claudicar y perder todo aliento de esperanza. Aquí se trata de echar un vistazo a nuestra historia y recuperar nuestra conciencia histórica y ahí, dentro de ella, hurgar en nuestros valores como pueblo, como sociedad, como ciudadanos, tratando de ser congruentes con nuestras raíces y tradiciones.
¿Qué pasa en México? ¿Qué nos está pasando? ¿Preocupante? Sí, pero no irremediable. ¿Quién tiene la culpa y quién no ha hecho su tarea como debe ser o como debería ser? ¿El Estado, el gobierno, la sociedad, todos? ¿Acaso la solución es tener más y mejores policías, vivir dentro de un Estado gendarme ante la imposibilidad de vivir dentro de un Estado de Derecho? No, el problema no radica ahí, el problema y la solución la tenemos en nuestras manos los mexicanos. ¿Dónde quedaron nuestros valores, la familia como célula de la sociedad, los principios de honestidad, honorabilidad, solidaridad, trabajo? Generalmente vemos a la sociedad como una jungla humana donde hay que dar la batalla, poseerla, dominarla para poder subsistir; la ley del más fuerte se entroniza y acabamos dándonos todos contra todos. Como diría Tomás Hobbes, el hombre es el lobo del hombre, ¿por qué?, ¿porque así se dan las circunstancias. No lo sé, tal vez no necesariamente, pero en esta vorágine de la vida moderna, con urbes de más de veinte millones de habitantes y cinturones de miseria cada día más desgarradores, donde se polarizan todas las contradicciones humanas, ¿qué podemos esperar? Tal vez aquí encuadre un poco el pensamiento aquel de Alfredo, el estudiante adolescente de secundaria, que me dijo: a mí no me importa, no me interesa siempre y cuando no afecte mi entorno ni a las personas que me rodean ¿Para qué quiero yo saber o debo saber quién es Hillary Clinton? Finalmente, creo que, viéndolo inmerso en este contexto, Alfredo tiene razón.
La educación pública, laica y gratuita en este país, fruto, por qué no reconocerlo, de la lucha de Reforma y la Revolución, y además consagrada en el artículo tercero de la Constitución de 1917, subsiste, sí, pero menospreciada, devaluada y perdida entre un mar de programas, programitas, propuestas, planes sexenales, sindicatos, cuotas políticas y demás. Programas y planes van y vienen; se aglutinan las materias por bloques afines y luego se separan sin mayor explicación; se adoptan sistemas y modelos de enseñanza y sin que hayan rendido frutos se desechan y así sucesivamente, dando como resultado que la misma sociedad en su conjunto, en especial a partir de la clase media, que tiene una capacidad más o menos económica, la menosprecie como una educación de segunda y se vuelque a las instituciones de educación privada, generalmente confesionales, donde paradójicamente se auspician los ideales de superioridad, excelencia, distinción, éxito; hay que estudiar en tal o cual escuela para alcanzar el éxito en la vida, obviamente el éxito económico. Aquí no se trata de otra cosa que exaltar los valores del individualismo, la superioridad del más fuerte, económicamente hablando. Hay que estudiar para ser triunfador, gente de éxito, bonita, agradable, “de sociedad”, y los medios masivos de comunicación inundan el ambiente con pancartas y slogans inalcanzables para la gran mayoría de la población: Maneja el auto de tu vida; Soy totalmente Palacio; Compra tu casa en Residencial del Parque y sé un triunfador; Entra a la onda, adquiere tu Ipod, ¿qué esperas? Y así sucesivamente podríamos explorar en el multifacético abanico de la publicidad y la mercadotecnia, que no hacen más que vender a diario ilusiones frustradas para la gran mayoría de la población, en especial para los miles y miles de jóvenes de las zonas marginadas donde viven los que no tienen a veces ni para comer, mucho menos para adquirir lo que vendrían siendo artículos suntuarios.
¿Cuántos habitantes de la ciudad de México tienen acceso a un deportivo o club para hacer ejercicio ahora que empresas como la misma Televisa lanzan la campaña Estar bien, o a un simple parque o zonas verdes? ¿Cuántos jóvenes egresados del sistema educativo nacional de nivel licenciatura encontrarán empleo? ¿Cuántos laborarán en un trabajo adecuado para lo que estudiaron? ¿Ha pensado usted en la cantidad de personas subempleadas que abarrotan las calles de la ciudad, esquina tras esquina? ¡Y los niños!, ¿qué hay con los niños, con los miles de niños que trabajan para poder comer? ¿Qué nos sucedió? La población del país en un lapso de cuarenta años se triplicó y nadie, ni el Estado ni los particulares, fue capaz de generar la riqueza necesaria para afrontar el problema; la población ha crecido de manera exponencial y los recursos para satisfacer tantas necesidades apremiantes no alcanzan, no se generan, no se producen. México ha sufrido un serio proceso de urbanización a pasos agigantados; el campo se ha convertido en expulsor de gentes, de migrantes; la tierra en vez de producir más se ha estancado y los costos de los insumos para la producción en vez de abaratarse se incrementan, ante el deterioro de los precios de los productos de primera necesidad. El salario mínimo, el demagógico salario mínimo aceptado tanto por las autoridades laborales como por los patrones, ¿para qué alcanza? ¿Es justo que millones de familias no alcancen siquiera el salario mínimo? ¿Verdad que no? Incluso el mismo nombre de “salario mínimo” es inhumano, injusto, aberrante.
Ahora bien, ¿y si penetramos en el mundo de la salud, de la sanidad, de la medicina, cuánto cuesta una cirugía en hospitales de lujo, en clínicas especializadas, famosas ya por su prestigio y por la modalidad de alcanzar ahora los beneficios de la globalización, de la monopolización de la salud? Claro, también existe la medicina socializada, como el IMSS, el ISSSTE o los hospitales de la Secretaría de Salud, así como los que patrocinan los estados de la República; aún así quedan miles y miles de mexicanos sin atención, con desnutrición y carencias esenciales, marginados de los marginados. Y así sucesivamente podríamos seguir enumerando problema tras problema, complicación tras complicación. Y luego nos enteramos y caemos en la cuenta de que en México hay varios Méxicos, hay ciudadanos de primera, de segunda, de tercera. Y usted me podrá decir: No, ahí está la Constitución, nuestras leyes, y yo los remitiría al célebre pensamiento de Ponciano Arriaga, cuando en 1856 nos dice en su ya famoso voto particular de que ya hemos hablado: Ese pueblo no puede ser libre, ni republicano, y mucho menos venturoso, por más que cien constituciones y millares de leyes proclamen derechos abstractos, teorías bellísimas, pero impracticables, en consecuencia del absurdo sistema económico de la sociedad.
No es fácil, ¿verdad?, sobre todo afrontar una realidad que se nos sale de las manos, un país que se desborda y en donde creemos que sólo basta con que el sacrosanto y omnipotente gobierno actúe para que se solucionen las cosas. Con acrecentar y modernizar los cuerpos policiacos no se acabará ni la corrupción, ni la impunidad, ni el alto índice de criminalidad que invade al país. La situación es más compleja de lo que creemos, hay que entender cómo incide en todo esto la estructura capitalista del sistema económico, de nuestro sistema de gobierno, la injusta repartición de la riqueza, la existencia de varios Méxicos: el de los súper ricos, los ricos, la clase media y las grandes masas de población desposeídas y sumidas en la más absoluta miseria, cuyas expectativas socioculturales y económicas no son las mismas de los de arriba. Que el crimen organizado golpea más al rico que al de abajo, es cierto; pero que también el no tan rico está expuesto a padecer los mismos sinsabores del secuestro, robo y hasta pérdida de la vida, es más que cierto. El robo de infantes y la desaparición de adolescentes, incluso entre las clases de más bajos ingresos, para el tráfico de órganos y prostitución de menores es tristemente una realidad. Y aquí, ¿quién está coludido? ¿Nada más la policía? ¿Y las autoridades de salud?
La solución a todo este problema es una cuestión muy compleja, tiene muchas aristas que resolver y, sobre todo, tenemos que voltear los ojos hacia las grandes masas de marginados, hacia el creciente desempleo, hacia la carencia de expectativas para los jóvenes, hacia las posibilidades reales de cómo hacer crecer nuestra economía, de cómo enfrentar el futuro de las nuevas generaciones de adultos mayores que en breve aumentarán y se están dejando sentir ya; de cómo afrontar y proteger el deterioro del medio ambiente y revertirlo en beneficio de las nuevas generaciones.
Sería una muy buena idea que así como se llevó a cabo el sábado 30 de agosto la marcha “Iluminemos México” para protestar contra la impunidad, la corrupción y la creciente ola de inseguridad, algún día se llevara a cabo una marcha de solidaridad con los millones de mexicanos que viven marginados, desnutridos, sin empleo, sin futuro y que el día de mañana, irremediablemente si no encontramos una solución y les tendemos la mano, gran parte de esos jóvenes irán a engrosar las filas de la delincuencia en ese desajuste por alcanzar lo inalcanzable en un país donde la gente bonita no hace nada porque todos sean bonitos y difundimos, a través de los medios masivos de comunicación, paradigmas inalcanzables para más de la mitad de la población. Y hablar de cincuenta millones de pobres es cosa grave, ¿ no creen?, más aún hablar de personas que viven en pobreza extrema. La existencia de un solo niño de la calle es inaceptable. ¿Cuántos niños hay en los camellones? ¿Cuántos piden limosna y son explotados a altas horas de la noche sin que nadie haga algo? ¿Sólo basta con sonreírles un poco, darles un peso, comprarles un chicle y agregar “pobrecitos”? Con eso creemos que estamos en nuestro derecho de desentendernos, de hacernos los disimulados, como si nada pasara y todo estuviera perfecto, total, mientras no me afecten a mí los miles de pobres, pues que Dios los ampare o el gobierno o no sé quién, pero yo ¿por qué?
Hoy en día es innegable que la sociedad mexicana ha alcanzado un alto grado de libertad de expresión, que la ciudadanía tiene más y mejores canales para la comunicación con las autoridades, que el avance de la democracia ha sido imparable, que los partidos políticos dirimen sus conflictos, tanto en las urnas como en la tribuna, cada día con más mesura y que todas las organizaciones participan de las decisiones políticas a través de los foros de consulta popular. Pero no basta con decir, con apuntar, con criticar, con denunciar, hay que actuar como sociedad civil, de manera firme y constante, y para ello nada mejor que estar informados. Lástima que los medios masivos de comunicación, en especial las televisoras, que captan la casi totalidad de la audiencia nacional, no hagan algo para emprender campañas de concienciación, para sensibilizar a la sociedad civil de que hay que actuar, de que hay que volver a nuestras raíces, valores, principios. Realmente muchos noticieros lo único que hacen es hacer una apología del crimen y crisparles los nervios a quienes los escuchan; sería bueno que los señores informadores asumieran su papel decisivo como formadores de opinión y dejen ya de hacer programas, incluso amarillistas, en torno al desarrollo de los hechos criminales que a diario se llevan a cabo en todo el país. Urge un llamado serio a la reflexión a fondo, profunda, de qué nos está pasando.
No quisiera dejar pasar en este epílogo una recomendación muy especial a quienes leen, recomendarles un libro que, por lo menos a mí, me dejó estupefacto: Historias Conversadas, de Héctor Aguilar Camín, editado por Cal y Arena, donde en una de sus historias –estupendas todas, claro– aborda el problema de los orígenes, o al menos de uno de los orígenes del narcotráfico en nuestro país: al conversar él y Gilberto Guevara Niebla en un viaje en avión a la ciudad de Monterrey, Guevara Niebla le narra la historia de su padre. El relato es revelador, único y explica el porqué del porqué y así podremos entender un poco esto de la impunidad y la corrupción, que existe desde que el mundo es mundo, ¿no creen?
Que es una tarea larga, cierto; de educación, de cimentar principios y valores, de educar, de crecer como seres humanos trascendentes, de hacer una revisión exhaustiva de en qué hemos y estamos fallando, de aportar diario y cotidianamente con nuestro granito de arena en todas las tareas ciudadanas que nos sea posible, de volver los ojos a nuestras tradiciones, de rescatar nuestra mexicanidad dentro de la pluralidad que nos caracteriza, de ser congruentes con el credo religioso que profesemos, de ver a nuestro prójimo como eso precisamente, como nuestro prójimo, y sobre todo, poner empeño en tratar de saber y enterarnos de quiénes somos, cuál ha sido nuestro pasado, qué soluciones buscaron nuestros antepasados a sus problemas inmediatos, allanando todo enfrentamiento estéril que no conduce más que a la verborrea partidista llena de descalificaciones.
Ojalá que la marcha que miles de cientos de ciudadanos realizaron el sábado 30 de agosto de 2008 con una vela encendida sea la señal del advenimiento de nuevos tiempos para México, que la luz de esas veladoras que se encendieron no sea en vano y que irradien no sólo enojo, denuncia, sino solidaridad para quienes no tienen nada más que la esperanza de que algún día la vida les haga justicia y puedan vivir dentro de la sociedad que ahora les niega todo derecho real a realizarse como seres humanos, como parte de ella.
Los próceres de la Reforma, en su momento, tomaron las riendas de su destino y afrontaron todo lo que vino: guerra civil, invasión extranjera, pero se mantuvieron firmes en su lucha por sacar adelante al Estado, por hacer realidad el proceso de laicidad de la sociedad, por apuntalar la república, por reordenar el país, por sanear sus finanzas, por afianzar el Estado de Derecho y esforzarse para vivir dentro de la legalidad y construir una cultura de la legalidad. Hagamos hoy lo propio y escribamos nuestra propia historia enseñando a nuestros hijos que el bienestar de una persona jamás debe fincarse sobre la miseria de miles y que en la vida no se estudia para ser triunfador, porque mientras no trascendamos a través de nuestro prójimo estaremos yendo en sentido contrario y nuestra sociedad día con día se deteriorará más y más porque únicamente estamos cosechando lo que hemos sembrado.
El pasado sábado 30 de agosto, en la monumental marcha “Iluminemos México”, todos gritaban “justicia, justicia, justicia”, ciertamente una demanda impostergable, justa, valga la redundancia, pero esos cientos de miles de mexicanos que desfilaron aquí en la ciudad de México y en otras ciudades de provincia, ¿habrán oído alguna vez hablar de la justicia social? Esto no quiere decir de ninguna manera que yo esté justificando la ola de delincuencia que ha desbordado a toda autoridad y los parámetros de seguridad en un Estado de Derecho como el nuestro, pero sí indefectiblemente existe una gran correlación entre el aumento de la delincuencia y la miseria, el desempleo, el crecimiento desmedido de los centros urbanos, la falta de producción en el campo y, por encima de todo, la falta de valores y principios donde, parafraseando a José Alfredo Jiménez, la vida no vale nada.
Cuenta la centenaria tradición oral mexicana que, siendo presidente de la República, Porfirio Díaz Mori decidió crear una policía rural para pacificar todo el país y mandó llamar a todos los jefes de gavillas, asaltantes y ladrones confesos que existían –no hay que olvidar que, dadas sus aspiraciones presidenciales, el general Díaz estuvo proscrito y fue perseguido por el ejército regular de la República por órdenes precisas de Juárez y anduvo, como se dice, a “salto de mata”; incluso el 18 de julio de 1872 lo sorprendió en el campamento del famoso bandido Rafael Lozada, “El Tigre de Álica”, así que él conocía perfectamente a todos los grupos y gavillas existentes en el país– y aseguran que cuando tuvo frente a sí a esos bandidos les dijo: “O aceptan el cargo o los cuelgo”. Resultado, aceptaron gustosamente y el país se pacificó al grado que de ahí viene la famosa frase de que amarraban a los perros con longaniza. Ojo, no estoy sugiriendo algo parecido, lo importante aquí es que cuando hay decisión política de hacer las cosas se hacen y no estaría de más que cada uno en lo personal, dentro de su núcleo familiar, en el trabajo, en la escuela, en el barrio, en la colonia, en las juntas de vecinos, se haga el firme propósito de vivir dentro de la legalidad, impulsar medidas de solidaridad con los que nada tienen y demandar del Estado la abolición de la publicación y promulgación de leyes, decretos y demás documentos inoperantes y utópicos, exigir mayor pragmatismo y más resultados y acabar definitivamente con las incongruencias entre las metas preestablecidas a alcanzar para la población y la realidad, que dista mucho de ser la ideal.
La noche del pasado 15 de septiembre, en Morelia, Michoacán, a ciento cuarenta y nueve años de la publicación de las leyes de Reforma y a ciento noventa y ocho años del inicio del movimiento de Independencia, han resurgido las fuerzas oscuras, vestidas esta vez de terrorismo, empeñadas en desestabilizar al Estado, las instituciones de la República y el estado de Derecho. Ahora bien, es una verdad ineludible el hecho de que en nuestra sociedad pululan cientos de miles de ciudadanos inconformes con el orden establecido, con las condiciones socioeconómicas por las que atraviesan millones de mexicanos, pero esos no son ni los métodos ni la solución a los problemas y quienes pretenden arreglar así las cosas o llamar la atención de manera tan cobarde y artera, están errando el camino.
Hoy más que nunca se impone un llamado a la unidad, al acuerdo en lo fundamental, como en la primera mitad del siglo XIX, lo hiciera Mariano Otero y posteriormente, a partir de 1858, Benito Juárez a través de sus manifiestos y cartas a la ciudadanía con el claro y preciso objetivo de alcanzar la paz, la legalidad, la certidumbre, el bienestar ciudadano. Pero lo que no puede esperar, dadas las terribles circunstancias por las que atravesamos los mexicanos es abocarnos, con urgencia, a retomar y llevar a cabo la lección más esclarecedora que nos legó el movimiento de Reforma: el fortalecimiento del Estado y sus instituciones.
Quien quiera que sea y tenga como objetivo desestabilizar al Estado, minar la credibilidad de la sociedad en sus instituciones, estará atentando contra la existencia misma de la sociedad y traicionando a su patria, si es que para ese tipo de personas existe la patria y todo lo que significa ese maravilloso vocablo que olvidamos en aras de la insensatez, el malinchismo y la frivolidad de quien no piensa en el futuro ni sabe lo que es construir, sumar, aportar; porque una cosa es disentir y dentro de toda democracia es lógico y está permitido, a tratar de destruir.
Estoy seguro de que Juárez, Prieto, Ocampo, Valle, Arriaga, Zarco, Vallarta, Santos Degollado, los Lerdo de Tejada, Iglesias y tantos otros, en su momento, cerraron filas y pusieron incluso, por encima de su propia vida, el interés de la patria, de la República, del Estado, porque sabían que en ello, estaba el porvenir y el futuro de las generaciones venideras de mexicanos, con quienes de manera solidaria sellaron un compromiso sagrado, que muchos de ellos, pagaron con su vida.
Martes 16 de septiembre de 2008
Por Fernando de la Luz
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500 Años de México en Documentos.
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